De escondites y falsas apariencias. Poder y no querer.





“La humildad consiste en rechazar a las apariencias y a las superficialidades. Es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es condición de su grandeza aun viéndole muy pequeño”


En la vida se nos presentan muchos caminos: bifurcaciones a seguir, que nos elevan de estatus, nos ofrecen fama, riqueza, puestos de mando, poder;  a los que inevitablemente se solaparán la soberbia. También vienen otras direcciones, como lo son la renuncia a tales cosas, el conformarse con lo pequeño con lo casi invisible. Aceptar trabajos humildes que te permiten observar sabiamente “desde abajo”. Poder y no querer. 
Quizás porque ya has podido y has visto lo que ocurre cuando tienes el mando, cuándo los otros dejan de ser ellos por respeto y miedo a tu persona. Los caminos primeros casi siempre tienen por consecuencia la soledad, mientras los segundos, los caminos del empequeñecimiento, lograrán que los que se nos acerquen, se dejen ver al 100% como son. No hay situación más aventajada que ser pequeño a los ojos de los otros. Muy, muy pequeños. Insignificante, poca cosa, incluso vulgar o inculto. Y si no lo somos, conviene fingir serlo. Cuánto más aminorados, mejor. 

Cuando ya vienes de vuelta de los trabajos con poder, del poder que da ser jefe, de haberlo podido tener todo en este sentido, te sientes al renunciar como aquel que se enciende los puros con un billete de quinientos Euros. Lo más sensato e inteligente es ocupar los lugares insignificantes. No tendremos ni pelotas ni farsantes alrededor. Personalmente adoro mi trabajo (me refiero al que me da el pan; no el de escritora que ahí también hago mis renuncias). Me permite ser el último eslabón; justamente situada al lado del personal de limpieza. Porque los que, como yo, ejercen de Vigilantes de Seguridad se les tilda de vagos, tontos e inútiles. Nunca cuento el resto. 
Ni las menciones, ni las especialidades. Tampoco hablo de mis trabajos anteriores de “alta gama” como jefa de ventas. ¿Para qué? Yo quiero que me vean pequeña, con mi uniforme cutre. Con mis menudencias. Es así como puedo ver. Observar. Mirar las almas. De los déspotas y de los nobles. Humildemente, como a mí me gusta. Este valor lleva a la persona a conocer y aceptar la realidad de su vida, sin subestimarse ni creerse superior a los demás.


Me permite ver como otros con poder actúan sobre mí. Y con gusto les hago sentirse poderosos. Disfruto viendo como me clasifican. Lo que ignoran que soy una de esa que aun tienen ojos para lo pequeño y para lo rutinario: la pasión por lo mediocre que a algunos nos posee como una fiebre. Es el horror a lo grande. La idolatría a lo convencional. Somos los gusanos de todas las glorias, vanidades y apariencias. Somos esos que no nos importa pasar a diario las fronteras del ridículo, siendo los más pequeños del imperio de las hormigas. El amor al servicio nos llena de un regocijo cándido y admirativo que nos viene de nuestra propia pequeñez.  

¿Por qué te das a una vida así? Con tu preparación, idiomas y cultura, ¿por qué no eres más? Me lo preguntan a menudo y sonrío, ladinamente. ¿Qué sabrán ellos lo que significa “ser”? Ignoran que he elegido esa vida a conciencia. Demasiadas personas hacen, desean y consiguen cosas para aparentar ser mejores para los otros, por el mero placer de deslumbramiento. Si yo elijo estar ahí, en esos lugares, que otros sitúan entre la mugre, es porque me sirve de mucho. Desde allí pocos tienen el genio de comprenderme como y mucho menos todavía, el valor de admirarme. Y es justo lo que necesito para mi vida. Desaparecer para ser. Ser poco para serlo todo. Desde allí hago de mi labor un hacha para cortar el cuello de las tontas apariencias. ¿Pero alguien se daría cuenta?

Es la actitud derivada del auto-conocimiento, de las propias virtudes y de las propias limitaciones. Todo ello lleva a obrar sin orgullo. Conduce a la persona en cuestión a conocer y aceptar la realidad de su vida, sin subestimarse ni creerse superior a los demás. Es la verdad sobre uno mismo. Y los otros, los que mandan, saben y conducen, te muestran un espejo día a día.



Esta clase de acatamiento, empero, no es sinónimo de “flojera”, falta de carácter o raquitismo -pues no se le debería llamar así a la actitud de alma que proporciona la paz interior más absoluta- pues tampoco la soberbia es signo de soberanía (aunque casi se escriba igual) ni de fortaleza.

Recordamos así las palabras del sabio Santo Tomás: “La soberbia consiste en el desordenado amor de la propia excelencia”. La soberbia viene a cegar al hombre, pues no le permite aceptar ni ver sus defectos, menos aun aprender de estos a ser él con todas sus consecuencias y por eso mismo, actuando como actúa, no podrá corregirlos. Aquel que se hace pequeño,  en cambio, cuando detecta una rama torcida que le señalan los otros al creerse en una posición elevada sobre él, puede enderezar ésta con facilidad. Y aunque le duela, no le dolerá como ése que desde lo alto cae a tierra.

Sub umbra floreo: C. Bürk

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