Nuestro deber con Dios es ser felices
¡Cuán
tardíos somos en desprendernos de nuestros prejuicios, de nuestras cómodas
costumbres y de nuestras ideas primeras! Cuarenta siglos nos separan de Moisés
y nuestra generación cristiana (de la cual también formo parte) ve todavía
huellas de los antiguos y bárbaros usos consagrados, o al menos aprobados, por
la iglesia actual. Ha sido menester el poder de la opinión de “algunos herejes”
para poner fin a las hogueras y hacer comprender la grandeza de Dios. ¡Qué alto
el poder del amor sincero al prójimo, la aceptación completa sin prejuicios ni exigencias
ni críticas de los otros! Empero, a falta de hogueras, las persecuciones
materiales y morales siguen en pleno vigor, tan arraigada está en el hombre la
idea de un Dios cruel. Imbuidos de sentimientos que se inculcan en la niñez,
¿puede el ser humano admirarse de que el Dios que le representan honorándolo
con actos bárbaros condene a tormentos eternos y vea sin piedad los
padecimientos de los condenados? A cada época de progreso humano, la idea de
Dios correspondiente. Así en tiempos de Moisés sólo se comprendía la justicia
(entonces la crueldad era aceptada) mediante el Dios vengador. Aquella ley
draconiana de Moisés, a penas bastaba para contener a su pueblo indócil. Era
necesario en la época. Al igual que más tarde la dulce doctrina de Jesús no
habría encontrado eco y hubiera sido ineficaz, de no haber en ella almas lo
suficientemente evolucionadas para trasladarla a nuestros días en su pureza.
Jesús mismo nos dijo entonces “Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero no
las comprenderíais; por esto os hablo en parábolas”. Siendo ahora menos los
hombres adictos a las formas, es al menos mayor el número de los que son más
sinceramente religiosos por el corazón y los sentimientos. Pero, al lado de
éstos, cuántos hay por ahí que quedándose en la superficie, han venido a
terminar en la negación de toda providencia al Dios infinitamente bondadoso.
Por no
saber poner “a tiempo” las creencias religiosas en armonía con los progresos de
la raza humana, han hecho nacer en los unos el deísmo, en los otros la
incredulidad absoluta, en los otros el panteísmo; es decir que el hombre se
hizo Dios a sí mismo por no ver el que “nos vendieron” lo bastante perfecto.
Hoy vengo a deciros que el castigo eterno no es la voluntad de Dios para nadie,
sino que el castigo es siempre el medio para llegar a la dicha. Y la felicidad
suprema, la dicha absoluta es la única finalidad de Dios para todas sus
criaturas. Se comprende que el temor al castigo eterno ha sido usado muy
justamente como freno, de lo contrario el hombre se entregaría a los excesos, y
lo comprendo. Pero ha tenido su utilidad en ciertas épocas.
Hoy no sólo que ya
no conmueve, sino que crea incrédulos. Dios crea a sus criaturas conforme a su
ley de progreso. Al igual que un niño recién nacido no asimila un cálculo
matemático complicado hasta ser más mayor, no asimila el hombre las leyes del
universo de Dios hasta no evolucionar a través de la EXPERIENCIA y para tener
ésta, es preciso errar y no pocas veces. Caer, experimentar el dolor y el
fracaso, para retomar la vida momentánea con más fuerza y perfeccionarse para
la vida espiritual, que por ley natural, es la verdadera. No juzguéis, por
tanto, las faltas en los otros, por graves que os parezcan. Dadle a los demás
la oportunidad de errar, al igual que la tenéis para vosotros. En vez de
señalar y rechazar a alguien por un “pecado”, ayudadle a levantarse y seguir; a
aprender de su error.
Los
purgatorios son lugares como la tierra, duales, los cuales son necesarios
habitar por algunos tiempos, para llegar a la purificación del ser. Con la
lógica más rigurosa, el hombre es hijo de sus obras y actos; durante esta vida
y tras ella no debe nada al favor; Dios recompensa sus esfuerzos y castiga su
negligencia en tanto que insiste en seguir el mal camino. El peor “pecado” es
la “no actividad”, la vida contemplativa y el negarse vivir entre los demás o
con los demás, rechazando la posibilidad diaria y momentánea de contribuir al
Bien universal. Hacer cada día del mundo un lugar mejor, practicar el amor a
todas las criaturas y acostarse cada día habiendo realizado actos que mejoren
el lugar en el que estamos encarnados en ese momento, es nuestro deber de
progreso. Por y para los otros. Porque todos juntos somos la experiencia
continúa que es Dios.
Cada ser, cada árbol y microbio existe para dejar ser a
Dios una unicidad diferente y dejarle experimentar a través de sí las múltiples
maneras de existencia posibles. En vez de quejarnos, lamentarnos por nuestro
estado actual, deberíamos agradecerlo, pues es propio según el estado natural
de nuestro progreso y preguntarnos cada día al irnos a dormir: ¿Qué he hecho yo
hoy por los demás? ¿Qué hice hoy para hacer de este lugar un lugar mejor? La
humanidad está en su primavera, por fin. No temáis, no hay ningún paso atrás.
Todo está bien. Todo es correcto. Aceptad de buen grado vuestra situación y
haced lo mejor de ella para los otros. Y recordad que cada minuto gastado en
uno mismo y no al servicio de los otros y de un bien común, es tiempo nulo y
estancado. En definitiva, tiempo perdido.
Todo esto
os dice una que ha cometido muchos, infinitos errores de omisión con su
prójimo, pero que aprendiendo por fin de sus errores, se levanta para mejorar
lo que a otros negó por miedo y cobardía. No os culpéis por demasiado tiempo.
Rectificad, siempre hay tiempo para ello. A cada segundo, una nueva oportunidad
de empezar a obrar en el SERVICIO, en la caridad y en la bondad.
Sub umbra floreo: C. Bürk
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