Vida en la piel
Podría dejarme ver en cualquier instante. Podría aparecerme
en cualquier lugar. Sin embargo, elegía solo uno. Y a la hora punta. Todos
sabemos lo que pasa en el Metro en tal momento: los unos se ignoran a los
otros, apretujados contra los muslos, los brazos y panzas ajenas. Agarrados a
las barras frías de hierro, resbalando a cada frenazo. Por las tardes, cuando
todos regresan a sus casas, compartía vagón con los vivos. Que te ignoren en el
metro, no significa que no te estén viendo; que yo no sea raro, transparente o pálido.
Todo en mí me delataba: la sacra blancura de mis ropas, los pies elevados del
suelo; mis transparencias quedaron mencionadas, los ojos como fuegos. Todo
aquello, hasta toparme con ella. Ahora, mí único lugar es mi antigua casa. La
de ella.
Eterno. Infinito, me sonríe el minuto desde la
manecilla del reloj de su muñeca que también fue el mío cuando yo viví. La veo
ahí postrada, las manos sobre el teclado, ocupando la silla que yo también un
día ocupé. Y mientras le hago llegar las frases, explosionándolas en su cabeza,
escruto su forma de mirar, impetuosa, de abajo arriba, directamente a los ojos.
Tiene ese gesto ausente de la actitud altiva. Ese mohín más bien propio de las
señoritas de narices imperativas. Sin ser grotesca la protuberancia ni
prominente. Pero ligeramente arqueada y bien arraigada en medio de unos pómulos
altos y rusos, y que, a diferencia de las narices quietas y chatas tan deseadas
quirúrgicamente, es esencial para dar a
su mirada dicha chispa que poseen quienes se entregan a las cosas gozosamente,
dando vida y placer a todos los actos. Hay que tener carácter para no dejarse
convencer por las promesas, estar segura que la literatura no descansa en parte
sobre esa masa de escritores uniformes y tallerizados, hechos en serie y bien
vendibles. Diré, con la poca cautela que ya me caracterizó en vida, que ella es
como un libro que bien visible, nunca quiere ser abierto. Muchas veces me sigo
preguntando qué me cautivó de ella. Cuál es la razón por la que ella me hace
seguir escribiendo a través de su fémico cerebro, al ser ella tan
acentuadamente opuesta a todas las heroínas soñadas por un hombre en el
transcurso de su vida terrestre. Será porque los prejuicios no le calan. Será
tal vez porque no la veo pelear por sacudirse las comillas. Pulgas de los
otros.
Desde que la vi por primera vez, me esforcé en
traerla aquí y hacerla mía. Y mientras desgrano las cuentas de su tiempo, mi
loco deber viene a sentenciar a los altivos resultados de las matemáticas. Cuando
se está del otro lado y se observa de quién se depende, el tiempo es Jeckyll y
Hyde; mitad payaso, mitad bestia, que rompe en grotescas carcajadas al verme
mirar. La espera es el limbo de los muertos. Casi todo el sufrimiento viene de
una resistencia a lo inevitable. Y morir lo fue. Y vivir lo es. Y amar lo es.
Envejecer lo es…Y tantas otras cosas que terminan en “ir” y “ar” y en “er”. Entre tiempos pasados y tiempos
presentes.
La veo alzarse sobre sus cuarenta y pocos. Veintiuno
en cada pierna. Años. Sin ser los mismos los de ella que para mí el tiempo. Se
mira al espejo. Se inclina y se burla sacando la lengua a su propio reflejo;
ignorando que tras ese estaba yo. Teme estar desfasada y no darse cuenta. Pero
la discrepancia no viene de la mano del miedo, sino de su actitud anacrónica
que intenta representar un porte que no es el suyo. Un agradar a los otros:
tropel de jueces despiadados; comité de gaiteros sedientos de sangre ajena.
Juzgan sus ojos de dulce becerra, que viste pantalones de seda y se los baja
hasta los tobillos ante cualquier agravio. Y con ese coeficiente que tienen tan
alto, la catalogan, la encasillan, la encuadran y etiquetan: “Frágil.
Manipulable. Dominable. Maleable. Dócil. Sumisa. Mansa.” Vedla: volver la otra
mejilla es su marca registrada. Ella se busca el santo guantazo”. Santo y con
causa. Y la causa nos libera de nuestras culpas. Nosotros, pasiegos e
imponentes, dioses y diosas olmecas, dictamos su sentencia: “pardilla con aires
de desamparo a la que podemos escupir sin que se inmute. Objeto a mancillar con
todas nuestras mazmorras internas. Catapultable con mierda sin miramiento.
Bocas, manos, palabras escritas como un rifle,
apuntando despiadadamente contra su bendita libertad de ser quién es sin que se
la reconozca. Le citan versos de la biblia, como hace el diablo cuando busca
alcanzar sus objetivos. Por llevarse unos céntimos de gloria.
“La raíz, querida. Tu raíz.” La raíz echó tallos que
juegan al despiste. Troncos y ramas que cambian el disfraz y los colores;
prueban al pobre, pobrecito borrego que osa comerse las hojas. Sin embargo, la
raíz, la verdadera y auténtica, permanece incólume, más pujante que nunca.
Esta noche veo a las sombras de los jueces alargándose
sobre sus huesos de porcelana china. Sus obscuridades juegan a pillarla
desprevenida. El sol ha dejado de perseguir sus estelas. Y en medio de todo eso
queda su absurdo empeño por parecer culpable. Porque sí. Para darles el gusto. Sündenbock, lo llaman en su tierra. Ambos
conocemos el idioma. Rehúye las coartadas: eso está muy claro. No es ella la que se deja equivocar, son
ellos, cayendo en una trampa. En sus propias trampas.
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O se sirve a la vida o a los recuerdos. La
servidumbre no puede repartirse a capricho. Y estando yo muerto y ella viva, o
quién sabe si no es al revés, ambos esgrimimos a la nostalgia.
Ella supo a quién serviría incluso antes de que
pudiera tener recuerdos. Incluso antes de saber recordar. La vida –ambos lo
vimos muy pronto- era para nosotros un “puedo y no quiero”, un estar en pie
obligado que se sumergía en el ansía de un falso señorío. Vida y recuerdos eran
una sola cosa: un cúmulo de sensaciones y éstas no tenían normas para ser
expresadas. Sin embargo, elegimos el ensueño. La vida era manible y trivial. Ella
lo aprendió, como yo había hecho, de la
propia vida.
El infierno debe estar lleno de vividores o de
creyentes -por suerte, no he acabado ahí-. Repleto de gente que se pierde la
verdad en el afán de no perderse la vida. La vida, si, ¡esa miserable! Es una
hábil, tan hábil como la muerte, en censurar a los hábitos. Te obliga a caminar
por ella con una máscara. Un disfraz que te arranca y te pone a capricho. Los
recuerdos extraídos de ella, sin embargo se apelotonan en todo nuestro ser, más
allá del cerebro. Se evocan con los olores, al son de una melodía, en todo el
cuerpo. Vienen a ráfagas. Sin concretar. Y cuando se van, dan paso a otros
todavía mejores. La selección de cualquier recuerdo nunca es previsible. Lo sé,
tampoco la vida, pero esa hace trampas. La muerte es sinónimo de la sinceridad.
Los recuerdos nacen espontáneamente y se apoyan en
los reflejos condicionados. Y la vida, (si es que la hubo más allá de mi actual
estancia), está hecha de momentos. Pequeños instantes sin continuidad, ni
lógica. La vida es sucia, sórdida y aborrecible. La muerte juega limpio. Los
recuerdos, sin embargo hacen de lo vivido lo más bello y lo más extraordinario.
La felicidad sólo la dan los recuerdos, nunca el instante. ¿Por qué no es
posible compaginar la felicidad del recuerdo con la realidad? Pregúntenselo a
Dios: yo no inventé las reglas.
La vida es una señora cruel y mandona que te
mantiene tras una dimensión prohibida; una barrera obligada y jamás nos permite
el paso de la despreocupación, sin pedir cuentas. Es esa señora que en su señoría predica
asuntos endebles, vitales, nos mantiene encadenados a la fuerza de nuestras
costumbres. Y lo que ignoramos, es que lo que parece infranqueable, es capaz de
hundirse al mínimo soplo. No es prudente confiar en la vida. Se puede naufragar
en desilusiones. Nada debería ser sagrado o inamovible: tan sólo el amor.
Porque incluso aquellos que obran en nombre de Dios, le han encontrado, le han
hecho suyo, tomándole como excusa para desahogar sus protestas contra la vida y
echar en su nombre cargos contra lo que les resulta adverso.
Se dice que la hipocresía es el acto de fingir o más bien ostentar, constante o esporádicamente
creencias, acuerdos, virtudes, sentimientos, modos, o patrones que se exigen en
las demás personas, y que uno en realidad no tiene o no sigue. La hipocresía,
la soberana reina mundialmente aceptada. Un tipo de mentira enaltecida cual
visera de reputación. La condena en los otros aquello de cuánto nos molesta en
nosotros mismos…Tantas razones en pro de lo que no es razonable. Y de todo eso,
te mantienes al margen. Huraña, escondida en las sombras sin saber en qué
encrucijada tendrás que volver a hacer coincidir tu camino con los otros.
Tú te sientas ahí en mi silla y
escribes sencillamente en beneficio de los solos y de los tristes, de los
verdaderos y de todos aquellos que en el oro no ven a las riquezas sino
todavía, como lo hicieron los viejos alquimistas, la materialización de la luz
solar. Todo parece aquello en lo que los otros lo han convertido. Pero no son
tuyos sus símbolos. No tuyas, sus rigurosas explicaciones y pruebas minuciosas de
realidad. Tú no colaboras con los Herodes del mundo. Cada cual cumpla su tarea.
Tú la tuya.
La que escribe mis textos y mis novelas es una Don
Quijote, que con todo lo que hace y en cuánto respira, trata de dar vida una y
otra vez al legendario personaje de Cervantes: una condenada a un tiempo, tal
como yo también lo fui en vida, que no le corresponde; confinada a una era
extraña en la que cada día debe aparentar valentía, hacerse la muda, la sorda,
la ciega, y la sueca; frente a un mundo en el que los otros se dividen por
aquellos que creen en los ángeles, los que invierten gustosamente en gasto
militar y los que lo justifican todo en nombre del dios Mentira. Un mundo de
claves, PIN’s, contraseñas, códigos BIDI, de mentiras y disimulos, de disfraces
de carnaval, de apariencias y conveniencias. Un mundo desnaturalizado y
deforme. Un mundo repleto de misterios de la naturaleza de estos tiempos que se
manifiestan en forma de sujetos que hoy mueren por formar parte de su vida y
mañana desaparecen sin dejar rastro. Sujetos que acribillan a mensajes en
Facebook, a llamadas y demás demases y en cuanto les hace un poco de caso y
apela a verdades que ellos le mienten, desaparecen de un modo orgánico,
espontáneo pero ante todo eficaz.
Enfermos de la nueva era, de sentimientos y necesidades instantáneas que
a la Don Quijote se le arriman, ignorando que ella no tiene vocación para la
medicina. Un mal endémico, una pandemia universal que se la deben los que
quedan en el mundo a las nuevas tecnologías y a la facilidad de encontrar
online quién escuche, atienda y abra las piernas a la la sarta de mentiras que
son soltadas por ahí para aparentar ser algo. Todo esto dicho, claro está,
desde el cariño y la más estricta perspectiva científica que hay en ella.
Llamadla loca, anticuada y rara y os dará una sonrisa. Mentidla y engatusadla,
mentidla, sí, trescientas veces más, y os devolverá trescientas sonrisas a
cambio. Y mientras, yo, entre sus líneas estaré, susceptible de cambiarme por
su cuerpo, de colgarme como un cuadro de la pared de su alma, habitarla al igual
que habito esta casa. Y seguiré escribiendo con sus manos, novelas, palabras
desde este mi lugar, vuestro más allá, mí más acá. Como aquello que está en los
besos, sin ser besos. Siendo como fui un prosista sin diplomacia, también a
ella la haré escribir despojada de todos los velos. Ella y yo: la yuxtaposición
de dos almas espectrales que sin ser vistas, se cuelan a las horas punta en los
trenes, tranvías, metros; en los escenarios de la vida. Entre codazos y arrimes
comparten vagón con los vivos, sin ser vivos. Ahí, en medio de los otros
estamos, con la fastuosidad de los asuntos inadvertidos, con la comunión de las
serenidades. Respirando en el alivio de las ofuscaciones ajenas. Inertes e
incomprendidos. Que seamos raros, transparentes o pálidos, poca importancia
tiene. Todo nos delata. Los ojos como fuego. Los pies elevados del suelo. Acaso
ella me perfecciona mientras yo la perfecciono a ella, siempre que atienda.
Somos los niños secretos del averno. Nadie que se fije.
(. Sub umbra floreo: C. Bürk a través de A.T., escritura automática)
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