Céntimos de gloria.

En el mundo existen leyes deplorables. Leyes lerdas y ceporras. Descendientes de miles de normas enfrentadas que nos hacen a todos ser como somos. Un ejército de botellas de leche enfilado. Todos iguales. Obedeciendo a las leyes tácticas de la apariencia.

Tanto representas, tanto eres. Bocas, manos, caras sonrientes, narices estiradas como un rifle, apuntando despiadadamente contra nuestra libertad de ser quienes somos sin que se nos reconozca. 

¿Por qué razón contrariamos impunemente nuestra naturaleza? ¿No es realmente terrible que lo mejor de nosotros es aquello que no somos? Hemos dejado nuestra más íntima verdad, sepultada en las apariencias, en el “querer parecer”, en vez de “ser”, en anestesiar, en encerrar con mil cerrojos nuestros anhelos reales. Nos escondemos de la vida, hasta anularla. Arrojamos nuestra vida a los perros y nos somos conscientes cómo estos la devoran. Nada tiene que ver la vida que estamos viviendo en la actualidad con la remota sed de verdad y de amor con el que vinimos a este mundo antaño. Hemos dejado que humillen nuestra naturaleza. 

Nos imponen nuestros valores, nuestro estilo de vida. La vida se reduce a trabajar para pagar las apariencias en las que nos envolvemos, las máscaras que llevamos porque sin ellas, pensamos que no somos nadie.

El sentimiento de estafa es cada vez más fuerte, se me ciñe al cuello como la soga de un ahorcado, asfixiando poco a poco. Poco a poco, suavecito, como ahorcarían las plumas.

Veo a tres jóvenes caminar. Con la solvencia propia de quienes se saben inalcanzables. Botellas de leche. Simetría. Caminan como una sinfonía. Música. Tiesas y compuestas. ¡A Dios gracias! Teclas blancas del piano. Conscientes de los enredos estéticos producidos por los pliegues de sus faldas. Los ojos de mapache. Extensiones de pestañas y tetas de silicona. Dinero. Ha costado dinero. El valor del “ser” invertido en unos centímetros de pechuga, que hubiera bastado para comprarse un coche. ¿Y ese vestido de no sé quién? No es un vestido es dinero. Que compra la apariencia y con ella, las almas. 

Tras una nube de perfume caro las miradas se le clavan en mis años. Mis ojos no fueron tras ellas, sino desde ellas a un lugar mejor, con lo que parecía ser, en parte, hacía lo invisible y junto a eso, iba mi vida, tan precaria que casi era la de los muertos. En mis ojos se encendieron destellos que no guardaban relación alguna con la luz. Pobre de mí. Afortunada de mí. Cada época moldea nuestra apariencia. A su manera. 

A un metro de mis manos, mi amado finge no estarlas viendo, con el rabillo de sus ojos afilados como flechas. Agacha la mirada. ¿De verdad es razonable la renuncia? Como si las jóvenes en flor no fueran cosa de este mundo. Se frota las manos y sonríe. Su sonrisa se burla de mis años. Al fin y al cabo solo son diez años o tal vez esté viéndome a cada repaso como era antes. Antes. Antes no había estigmas. Antes no estaban los michelines, al fin y al cabo son de mí sólo un puñado de grasa torpemente acumulada por mi sano apetito por los gusanitos de cacahuete, como si eso fuera más importante que mis sentimientos. Y lo era. 

Al lado de las tres blancas notas musicales yo desafinaba como un bemol oxidado.

Por llevarse unos céntimos de gloria. 

No nos conocemos. Pero poco importa. Siempre nos topamos con ese cajón que debemos abrir y en el que encontramos la prueba de que un día Dios nos otorgó la dicha hasta extremos insólitos. Todos tenemos un álbum de esas dichas y también de las dificultades dentro del corazón. Ver tus vivencias como una foto mal enfocada, mientras el tiempo como un verdugo te da con un mazo en la testa. En ésta ceporra sociedad de formas y apariencias, ásperamente realista, conviene fingir una tranquilidad que no se siente, el optimismo es deber moral. Pero dan ganas de reservar un viaje rumbo a “Tomar por el culo”. Dicen que es muy exótico…

Casi todo el sufrimiento viene de una resistencia a lo inevitable. Y vivir lo es. Y amar lo es. Envejecer lo es…Y tantas otras cosas que terminan en “ir” y “ar” y en “er”. Temo estar desfasada y no darme cuenta. Pero la discrepancia no viene de la mano del miedo, sino de mi actitud anacrónica que intenta representar un porte que no es el mío. Un agradar a los otros: tropel de jueces despiadados; comité de gaiteros sedientos de sangre ajena. Juzgan mis ojos de dulce becerra, que viste pantalones de seda y se los baja hasta los tobillos ante cualquier agravio. Y con ese coeficiente que tienen tan alto, me catalogan, me encasillan, me encuadran y etiquetan: “Frágil. Manipulable. Dominable. Maleable. Dócil. Sumisa. Mansa.” Vedla: volver la otra mejilla es su marca registrada. Ella se busca el santo guantazo”. Santo y con causa. Y la causa nos libera de nuestras culpas. Nosotros, pasiegos e imponentes, dioses y diosas olmecas, dictamos su sentencia: “pardilla con aires de desamparo a la que podemos escupir sin que se inmute. Objeto a mancillar con todas nuestras mazmorras internas. 

Catapultable con mierda sin miramiento. 

Bocas, manos, palabras escritas como un rifle, apuntando despiadadamente contra mi libertad de ser quién soy sin que se me reconozca. Me citan versos de la biblia, como hace el diablo cuando busca alcanzar sus objetivos. Por llevarse unos céntimos de gloria. 

“La raíz, Claudia. Tu raíz.” La raíz echó tallos que juegan al despiste. Troncos y ramas que cambian el disfraz y los colores; prueban al pobre, pobrecito borrego que osa comerse las hojas. Sin embargo, la raíz, la verdadera y auténtica, permanece incólume, más pujante que nunca.

Gloria. Gloria. Céntimos de gloria.

Las sombras de los jueces se alargan sobre mis huesos de porcelana china. Sus obscuridades juegan a pillarme desprevenida. El sol ha dejado de perseguir sus estelas. Y en medio de todo eso queda mi absurdo empeño por parecer culpable. Porque sí. Para darles el gusto. Sündenbock, lo llaman en mi tierra. Rehúyo las coartadas: eso está muy claro. No soy yo la que se deja equivocar, son ellos, cayendo en una trampa. En su propia trampa. 

Sub umbra floreo: c.bürk

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