La mariposa de alas rotas. O,,,(La sonrisa de payaso)

(Relato erótico; aviso: puede herir sensibilidades)





En el mundo existen leyes deplorables. Injustas. Pero leyes naturales al fin y al cabo. Así sucede que algunas mariposas nacen mucho más frágiles que sus semejantes. No constituyendo más que tristes criaturas sin gracia alguna. Sus alas vienen al mundo para morir en los bajos y fieros acantilados. Ahí perecen, sin alcanzar jamás las alturas, aplastadas por el barro. Una vez abandonan la larva que les compone −negra, agreste y desolada−  sacan despacio los largos alones al mundo para sentir como la lluvia les empapa las membranas y las arrastra contra el suelo de un plumazo. Incapaces de recordar su caída, por destino y sin tiempo para reflexionar, actúan movidas por los instintos y los reflejos. Zigzaguean entre un laberinto de piedras y de ramas rotas, hasta sentir de improvisto la consistencia del frío, rugoso y mojado suelo. Al fin quedan muy quietas, con las alas extendidas formando aquella cruz que llevarán sobre sí, sorprendidas por la hazaña de encontrarse vivas todavía. Son lanzadas, sin piedad,  a la tumba sangrante. 

Al principio les puede llegar a inquietar el panorama, pero al poco incluso olvidan que en un principio habían venido a volar, agradeciendo muy pronto el barro en el que revolcarse. Con la aclimatación a las sombras, relegan muy pronto de la naturaleza que las había proporcionado, en realidad, para volar en el día y libar de las flores. Los barrancos por los que se arrastran les enseñan con cada anochecer a soportar, a amar la presencia de los que aborrecen, a frecuentar los escandalosos nidos de las serpientes que buscan devorarlas. Nunca serían nada, en verdad, y lo comprendían. Muchos le gritaban que eran monstruos, hijas del averno. Otros venían a pisotearlas y hundirlas en la mugre, en un gregarismo sin explicación ni lógica alguna, puesto que a menos de medio metro quedaba otro mundo a su alcance. Pero al fin y al cabo imposible de frecuentar. Sin embargo, en un encogerse de hombros fatalista se conformaban con complacer a los gusanos. 

Oh, ¡qué maravilla! – solía yo susurrar a ésos temblorosa, y me quedaba quieta, apretada a sus escurridizos y pegajosos cuerpos.
Y los gusanos seguían ahí, por algún tiempo, acostados en su propio aislamiento,
pero orgulloso de alguna manera por haberse vertido sobre mí. En mí. Por haberme usado. Por haberme tirado.



Desde que recuerdo, no he podido recordar lo que me hizo vivir sin alas. No recuerdo, de ninguna manera logro hacerlo, desde cuándo exactamente comencé a amar el fango. Yo fui mariposa rota a muy temprana edad, habiendo olvidado todo el daño de la fractura. Como se olvida todo eso que duele y no se comprende. Jamás se me había ocurrido abandonar mi destierro. Cada mañana, día tras día y como si de un deber se tratara, busqué a los chacales en un lento recorrido de miradas imperiosos, los ojos vaciados de toda transparencia. 

−¿Te apetece besarme? –solía preguntarles chupando a una de esas piruletas que devoraba en mi infancia, dejando muy claro a qué clase de besos me estaba refiriendo.
¿Qué hacía una diosa negra para atender los ruegos de los albos hijos del averno? Muchos, diría que todos los amaneceres me sorprendí a mi misma con la boca deshecha. A causa del alcohol y de otros tragos sucios. Yo inventé los ritos, los símbolos e incluso los lenguajes y muchos de los que me siguieron aprendieron lo mismo de mí, a cambio de unos céntimos de placer. Qué digo, céntimos no. Lingotes en oro me ofrecían por hacerles aquello. Pero en las charcas, el oro no brillaba. Así que siempre declinaba las ofertas de ser recompensada por mi sucia virtud. Lo único decente que dios había puesto en mi abominable ser era un rostro de ángel y unos ojos dulces capaces de llevar al éxtasis a cualquiera con solo pestañear.             
                  
−Te quiero. Hmm. Te quiero…¿Quieres que lo haga más deprisa? –Yo hablaba mientras les hacía las maravillas, sorbiendo mi mentira y la de los otros a cada lametazo, sabiendo que yo no podía amar del todo, no del todo, no en la desesperación, y el otro, un desesperado, no podía amar de ninguna manera.

Fui adorada por los verdaderos libertinos. Venerada por esos los de las sensaciones transmitidas por el órgano que constituía mi morro, a esos les llegaba a enloquecer. Y fue mi boca y ninguna otra la que halagaba más a sus libidos siempre exigentes, siempre sedientes de más y más. Mi forma de succionar les impresionaba vivamente; yo conseguía que mi voluptuosidad penetrase en sus carnes lo más profundamente posible: haciendo a tales efectos una cosa bastante singular. Se trataba, en resumidas cuentas, de la lubricidad de mi avara lengua. Es difícil imaginar para el lector, de qué manera varía el proceder de la mariposa rota cuando encuentra lo que la hace vibrar, excesiva en todos sus vicios, extraviada entre los placeres que le otorgaban su lengua, sus labios y el interior de su boca. Se trataba, pues, en primer lugar, de hallar a esos otros en condiciones de dar cuenta de todas esas plétoras mías, de analizarlos primero a ellos, conocer sus más recónditas maneras viciadas. Sus corrupciones y depravaciones. Para después de todo eso, pasar a la acción en todas sus ramificaciones. Tal fue, en consecuencia, mi universidad en los bajos fondos, hasta conseguir inflamar mi imaginación por el punto que mi arte oral llegó a solicitarse desde los lugares más remotos, incluso aquellos que quedaban más cerca del sol y de las estrellas.

Hombres, decía, que perdían sus horas de vida en desenfrenadas orgías pero siempre me acababan por elegir a mí debido a mi don de lenguas. En particular, mí elevado conocimiento del francés. 

Confieso que resultaba difícil para mí domar mi boca. A muy pronta edad hallaba un exquisito placer en ella al chupar las piruletas anteriormente mencionadas. Pronto me daba cuenta que no era por la dulzura del azúcar, ni por el sabor goloso de sus añadiduras. Conseguía el mismo efecto placentero al chupar un simple palo. Solía dormirme con el dedo gordo entre los labios y cualquier objeto era llevado a ese centro placentero de mi rostro. A simple vista, aquellas costumbres mías parecían las de una niña cualquiera a la que había que echar hiel en los dedos para dejar de chuparlos compulsivamente. Pero muy pronto descubrí otras maneras de disfrutar sorbiendo. No era únicamente esa sensación de tener a los genitales de un hombre ocupándote la cavidad bucal y a veces parte de la garganta, que podía ser gratificante en sí. Más aun compensaba la sensación de control que podía ejercer con el otro y mi propia sensación de asfixia, que resultaba del todo intoxicadora y destructiva. 

Y yo debía destruirme. Cuanto antes mejor. Desconocía la causa olvidada de lo que me habían hecho siendo larva. Así que en mi orificio bucal latía la ansiedad de los agravios recibidos.  

La visión escandalosa y cercana del sexo de mi amante ocasional, las estudiadas miradas directas de mis ojos a los suyos mientras iba mamando, enviaban un único y claro mensaje: «quiero darte todo el placer posible, mientras que mi lengua se inflama, gira, se retuerce y te miro a los ojos sin parar. Quiero vaciarte de la vida. Quiero destruirte con cada sorbito envenenado».
La lengua de la polilla liba el néctar de la flor emponzoñada. Madame Butterfly. 








En definitiva, en el fondo más remoto de mi alma, yo era una marginada, una antisocial e interiormente aceptaba mi circunstancia de puta, por angelical que fuera en la superficie. Mi placer bucal era para mí una necesidad; del mismo modo que la resignación y el aislamiento eran también necesidades posteriores. Pero el amor ocasional, como bálsamo y consuelo, era del todo positivo para mí y procuraba demostrarlo con una lengua muy agradecida y muy habilidosa. Me gustaba mostrarme sumamente compensada por un mínimo rasgo de cariño natural y espontáneo por parte de un hombre: hasta llegar casi a las lágrimas. Y éstas, quedaban confundidas por el brillo en mi iris que otorgaba la lujuria. Bajo mi cara pálida, inmóvil, mi alma de fugitiva gemía de gratitud y lamía y lamía con más deleite.

Doy fe que es un hecho innegable que la boca es un órgano sexual. 

Yo hallaba en ella la primitiva información que proporcionan los sabores, los olores y el choque de calor contra mi paladar. Mi lujuria desenfrenada se unía a la del otro, pudiendo obtener mi propia excitación a las mil maneras: chuparla encajaba fácil, incluso cómodamente en cualquier contexto que se pudiera hallar. Cualquier lugar era apropiado. 

−Eres francamente encantadora. Como un ser aparte. Un maravilloso ser de luz. Oh. Ohhhhh. Así. Asi… −se mordía aquel sujeto el labio inferior de pura excitación, al sentirse atrapado en mi garganta. Miraba abajo, arriba, al centro de mis ojos y a su falo tenso que entraba y salía, aparecía y se hundía una vez tras otra entre los hinchados labios.
 
¡Sí! -dijo al fin y al punto de la detonación, con voz baja entre un estirado gemido-. ¡Sí, muchacha! Ahí estás muy bien. ¡Ohhhhhhhhhhh, puedes ir con la frente bien alta! Eres increíble. ¡Qué deliciosa habilidad! −Mientras tanto, yo reptaba de rodillas, echaba los brazos en torno a sus picudas caderas, atrayéndolo hacia mí de modo que mis pechos oscilantes tocaran la punta de su vibrante falo al emerger del rostro. Al instante capté una gota de su humedad, después el estallido completo. Y luego, tras el reposo, le sobrevino el tedio y me apartó de sí como a una apestada. Sin volverme a mirar a la cara, se subió la cremallera; calladas sus vergüenzas, mientras una lechuza ululaba dócilmente sobre un árbol. Nadie decía nada. No había nada más que decir. No hasta la próxima felación, si es que volvería a haberla. Ahora sabía, tocaba apartarme en pago a mi vulgaridad y a su sensualismo egoísta ya saciado. Ahora la emoción mental había pasado por su desgaste corporal y el de la destrucción de toda la lascividad y ya tan sólo quedaba la conciencia de la aversión física.



Siempre algo aturdida por el desprecio posterior, me dejaba hacer hasta la humillación más impensable. Descubrir a temprana edad aquella intemperancia irreflexiva y desvergonzada que poseían los varones, me conmovió hasta lo más hondo, me desnudó de todos mis reparos y me convirtió en una mujer diferente. 

No era realmente una puta. Como quedó dicho, me conformaba hasta con el desprecio. 

Tampoco era voluptuosidad. Era un temperamento incisivo y ardiente dentro de mí, lo que tenía la culpa de todo, como el fuego que convertía mi alma en una brasa. Traspasada de nuevo la ardiente emoción de la sensualidad, diferente cada vez y cada vez más aguda, sirviéndome de amantes más y más agresivos, más terribles que la emoción que suponía para mí la ternura, quedaban quemadas hondamente las vergüenzas más profundas y más antiguas, en los lugares más secretos de mi alma de larva. No me costaba ningún esfuerzo permitir que hicieran conmigo cuánto quisieran. Yo tenía que ser un objeto reconfortante, como una esclava, una esclava dispuesta a todo. Y sin embargo, la pasión pasaba su lengua sobre mí al tiempo que me mataba a lametazos, consumiéndome, y cuando mi llama sexual se aferraba entre lágrimas a las entrañas y los pechos ajenos, sin un atisbo de amor ni ternura a cambio, creía morir realmente: pero con una expiración intensa e inusitada.
Huyendo del amor como del diablo, conseguía hacer posible cualquier cosa con mi fantasía. Pudiendo yo ser cualquiera para ellos al chupar: una esclava sumisa que pugnaba por una mamada excitante, rápida, sucia y perversa, a cambio de tener atiborrada la boca hasta los mismísimos ganglios. O por el contrario, podía convertirme en la amante tierna y entregada, hundiendo mis ojos en los otros ojos, pintando en mi mirada la sensualidad y la delicadeza de un ángel. 
El mundo entero cambiaba para mí y para el otro al inclinarme sobre el pene de ese hombre de turno. Antes de ser mariposa rota, hubiera imaginado que una mujer moriría de vergüenza por ser como yo estaba siendo. Pero en lugar de eso, murió la vergüenza misma en mí. La vergüenza era temor, o tal vez lo era la desfachatez sexual: el hondo miedo orgánico, el viejo, tan viejo, temor físico de no merecer el amor que se prende en nuestras raíces corporales y sólo puede ser aterrado por el fuego sensorial, puesto de manifiesto y destruido por la persecución fálica. Aquello era vida. Así era como era yo realmente. Destruyéndome con el goce.  

Qué patrañeros eran los románticos. Mentirosos todos los poetas. El mundo entero era un desfalco. Me hacían creer que lo que necesitaba era el sentimiento, cuando éste me había arrancado las alas. ¡Ja! Cuando lo que una realmente necesitaba era por encima de toda sensiblería, la agotadora y abrasadora sensación de ser utilizada. Sensación, quizás, un tanto horrible pero encontrar un hombre, desvergonzado, dispuesto a pecar de esa manera, sin remordimientos no era tarea del todo fácil. El placer supremo se hallaba en las mentes.
Un día, sin embargo, topé con él. 

-Actúa, mi encantadora pequeña. Actúa; ya sabes tú las maneras de hacerme salir de este estado de enflaquecimiento, utilízalas deprisa, pues me siento con grandes ganas de gozar –su voz, un hilo de voz, un suplicio que yo escuchaba extasiada mientras recibí en una mano su aun blando aparejo para meterlo entero en mi bocaza dispuesta a todo. Nada puede describir lo que luego pasó. Ambos en las nubes, jadeando, se me llenó la boca más y más. Durante ese tiempo, sus manos manoseaban mis pechos y mis posaderas, se metieron entre mis muslos y ésa vez me dejé hacer también. Yo lamentaba perder el más remoto aliento, tragando todo lo lanzado, se habría dicho que todo estaba siendo diferente y mi boca no aparecía como objeto ni capital único, pese a colmar al otro de suspiros.  
 −En la vida he gozado tanto, pequeña. No te dejes perder ni una sola gota de mí. ¡Ten valor! ¡Te lo suplico! –me espetó entre temblores, que digo, convulsiones, oleadas de vaivén, que me prevenían de todo lo que tenía que hacer. Sentía su verga dura como un canapé. Incliné mi cabeza para girar mi lengua en círculo. Y de tanto en tanto, la agarraba con mis impúdicas manos para sacudírsela. 
Entre cosquilleos voluptuosos y a punto de lanzárseme a quemarropa, en plena ceremonia final sucedió lo impensable: unas horrorosas convulsiones me hicieron vomitar toda la digestión imperfecta; el almuerzo sin digerir.

Abrumada por mi crisis pude ver, como al otro a penas se le sostuvo endurecida después de tales infamias. Se levantó, empero, de nuevo, repleta de las impresiones que aquella suciedad mía le había proporcionado.
−¡Ah, rediós! Pequeña cerda…Vas a ver lo que es bueno. Voy a refinar tu arte.
−¿Cómo?
−Que acabas de hacer una porquería y te voy a castigar –lo dijo, girándome de espaldas con brusquedad y rapidez. Luego, añadió:
−Las porquerías son la felicidad de la vida, y por lo que a mí respecta, tan sólo estimo el deleite en tanto que sea la más puerco y repugnante.

Yo no dije nada; alma confiada, cedí momentáneamente a los esfuerzos que hacía el otro para arrancarme las bragas, cedí y me dejé hacer entregada, sólo para sentir la grave congoja de la ansiedad que volvía de súbito para insensibilizar a mi alma afligida.

−¿Me harás daño -pregunté con una voz proposicionalmente dulce, teñida en parte
por el timbre de una mujer dispuesta a llegar a donde se le vaya a proponer.
−El placer y el dolor a menudo se confunden entre matices, pequeña -dijo el otro, mirándome desde detrás de mis nalgas con un relámpago de fiereza mezclado de burla.

Abrumada y ardiendo como una ascua entre las piernas, escuché sólo a medias aquella información masculina que para mí era toda una novedad. Estaba anonadada por su reacción en pos de mis nalgas, su creciente brutalidad. Y volví a sentirme absolutamente inocente. El hombre me explicó paso a paso lo que iba a hacerme, hablando con las luminarias del triunfo, y yo le miraba como si realmente me sintiera deslumbrada, pero sin sentir en el corazón nada en absoluto, ni tan siquiera un leve cosquilleo. 

Únicamente reaccionó mi entrepierna, ¡y de qué manera!, ante el maravilloso panorama que ese ser estaba dispuesto a ofrecerme. Halagada por su oferta de hacérmelo a cuatro patas, abrí mis piernas. Éstas temblaban, empero el corazón lo tenía muy quieto en mis adentros. El otro estaba con los nervios en tensión y también estaba muy tenso lo que no eran sus nervios. El sexo con él olía a mar embravecido, a narcisos amarillos, si se exceptuaba que en algún lugar infernal y cercano yo estaba oliendo la peste desagradable de la diosa bastarda del dolor. De súbito sentí su embestida brutal, teniéndome agarrada por los palpitantes cachetes. Heroicamente erecto el otro, empujándolo todo hacía mi centro gravitatorio, dejó presente en mí toda la voluntad de placer, hasta llegar a mi crisis entre inocentes grititos de gata.
− Voy a aguantar con los dientes apretados mientras tú me haces el favor de gozar! ¡Confía en mis embestidas y cierra bien los ojos! –gritó, embravecido por la lujuria. Yo eludí su orden. Yo también apreté los dientes,mordi, morí y aguanté. Su enorme verga me estaba destrozando. Convertir el dolor en placer era cuestión de voluntad. Y la mía era firme, decidida y lozana.

Me estaba empujando con tal ardor, que con ello penetró la paz terrena de mí alma, suave y siempre escondida. Permanecí quieta, en una especie de trance, siempre una especie de trance. La actividad, el orgasmo, era siempre de ellos, solo de ellos, jamás míos. Y ese terrible macho deseaba proporcionármelo a mí, con toda rabia. A la esclava. La puta. La desterrada. La larva que nada valía más allá de su boca.      
                      
−¡La vida! –grité con un eco de convulsos estremecimientos.
−¿Qué le pasa a la puta vida? –preguntó él rabioso, sin parar de moverse ferozmente entre mis piernas.
−Pues que es la vida la que no hay forma de dejarla de lado. Todas las cosas vulnerables debían perecer bajo el peso del acero, pero si se tiene que abrir la herida otra vez, pues que se abra. ¡Maldición!  ¡Destrózame! –el otro parecía estar totalmente de acuerdo, pues su risa infernal se solapó a mis gemidos.



Su pene llegándome a las entrañas, como un gran cuervo vivo, se adaptó cada vez más ceñidamente, como un guante a las manos,  a la turbidez de nuestra ansía de explotar al mismo tiempo. 

Temí ser destrozada en la vorágine de la avaricia. Me mantuve inmóvil, en pompa sintiendo sus movimientos dentro de mí como los de un cuchillo, su intensa rabia y toda su concentración. Tras eso un espantoso grito, no, fueron dos gritos. El suyo y el mío. No controlé el temblor entre mis piernas. Y la oleada de placer que me invadió, partió exactamente desde ese lugar hasta la punta de mis pies y el extremo de mi cabeza. Creí morir, al sentir a la vez de aquello el repentino estremecimiento al brote del semen que me rellenó por dentro, cálido y ardoroso. Tras eso, el empuje fue cada vez más lento. Esperando ser bruscamente apartada tras satisfacer al otro y cumplir mi función, quedé enormemente sorprendida cuando mi amante me agarró para darme la vuelta y tumbarme en el frío suelo. Cuando me miró a los ojos, observé que los suyos se habían oscurecido y las pupilas se le hicieron pequeñas como motas de azabache.

-¿No te preocupa el riesgo que corres? ¿Acaso sabes tú quién soy y de lo que soy capaz? –preguntó con la voz extrañamente quieta, apagada y fría como el acero-. Debería preocuparte ahora, pequeña, para no lamentarlo cuando sea demasiado tarde −en su voz se volcó un ruego que era una terrible advertencia. Eso lo supe después.

-No tengo absolutamente nada que perder –dije, casi de mala leche-. Si tú supieras en qué consiste no ser nada, no ser nadie, pensarías que debería alegrarme por perderlo todo. ¿Pero y tú? ¿No tienes miedo a ser quién eres? –lo pregunté vacilante, reptando hacía atrás con mis manos y con un escalofrío en el alma, por presentir la respuesta.
−¡Sí! -dijo muy rápidamente-. ¡Ya lo creo! Tengo miedo. Tengo miedo.
−¿Qué cosas te dan tanto miedo? -pregunté irónica.
−Tengo miedo a las fulanas que son como tú. A las desalmadas. A las zorras con bocas de succionadora –ahora sacudió su cabeza con rabia, hacía atrás, indicando su poder. Yo me encogí como un resorte. Luego se inclinó y me besó la frente, mi rostro de infeliz. Noté cómo maniobraba con las manos tras la espalda y me temí lo peor.

−Perdóname por lo que voy a hacerte. Pero voy a sacarte de tu agujero a mi manera –dijo, y entonces vi relucir entre sus garras el filo de un cuchillo.
−Pues que se vaya todo a la mierda. ¡Mátame, si es eso lo que quieres! –cerré los ojos, entregándome a la vecina muerte. Todos los sentimientos sexuales hacía él, o hacía cualquier otro hombre que me hubieran tenido, se derrumbaron en aquel instante. Mi vida se distanció de mi alma y de ese hombre que firmaría mi sentencia a navajazos. Abrí los ojos y los dirigí hacía la ventana, viendo como las gotas de la lluvia cubrían el mundo, misterioso, apagado, sanguinario, cruel y frio, con su velo.


−¡Bésame por última vez! –me espetó mi verdugo, fingiendo el acento de un enamorado. Yo obedecí. Y estalló un beso que en su demacración se llevó mi alma. El mundo se dormía penumbroso y doliente ante mis ojos. Y luego pasó lo inesperado. Vi el brillo del metal sobre mí, bajar con fiereza. Luego, el desgarre de mi boca me robó los sentidos y caí en un larga e somnolienta inconsciencia, dónde el mundo, los locos, los gusanos, las larvas y los chacales también dormían.

Cuándo finalmente desperté, me hallaba sobre una camilla. Tan sólo lograba espetar un «Hmmm. Hmmm.» Sentí la boca oprimida, ardiéndome las comisuras como ácido.
−Señorita, ¡no haga esfuerzos para hablar! –vi inclinarse un rostro dulce de hombre sobre mí, después recorrí con mis ojos su figura y advertí la bata blanca. Un doctor−. Hemos tenido que coserle los labios. El desgraciado que le hizo esto ha huido. Pero no se preocupe, que la Policía hará su trabajo –me lo dijo con compasión, acariciándome la mejilla con su mano de látex. Tras eso, me sostuvo un espejo. Y vi el zigzag de los hilos atravesando la carne de mis labios. Rajados hasta tocar los pómulos. Luego lloré, lloré como hacía el cielo ahí fuera, ante el repentino recuerdo de larva. No. Yo no deseaba que cogieran a aquel desgraciado. El había tenido razón. Me había sacado del agujero. Porque de pronto lo recordé todo. Con su tortura, mi anterior habilidad quedaba destruida para siempre, pero algo nuevo afloró. La pequeña larva volvió a la vida, brillante, llameante, ardiendo. Y sentí la paz tras todas las osadías bucales. La paz de la eterna castidad. Y recordé. Cinco hombres, que navajas en mano giraron mi pequeña cabeza hacía sus falos. Sólo tenía cinco años. Qué miseria ser Lolita, incapaz de lograr la paz por mucho que chupaba. Obligándome a tragar sus endurecidos sables, habían dado vida a mi miseria posterior. Una vida inflamada y cerda. Lo comprendí todo en aquel instante nuevo. Y en medio del mismo, comprendí que un misterio más alto no permitía que muriera ni tan siquiera la flor del azafrán, pisoteada por tantos. Tenía la boca cosida y no era para entusiasmar, -la sonrisa de payaso- pero yo no aspiraba a entusiasmarme por la vida. Supuse que ahora sería libre. Y supuse bien.


Sub umbra floreo: C.Bürk.

Comentarios

  1. En esta vida todo tiene un precio, la belleza tiene fecha de caducidad y el brillo de tus ojos se apagaran al caer la tarde como cada grito de silencio al despuntar!!

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  2. La belleza si no se trae del otro mundo, no es nada, efímera como un atardecer. Como las estaciones. Muchas veces se nos olvida que somos motas en el universo que nos hemos creído indivíduos al venir aquí. Solo sé que no soy nada. De ahí a que apasionadamente me meto en pieles de cuerpos ajenos, en las más chungas circunstancias, para sentir como ellos sienten, sin experimentar sus experiencias, por contraria. Pero así empatizar con todas las almas humanas. Sin ser buenas ni malas. Solo dejar que experimenten al existir y hacer que la rueda de la gran evolución cósmica siga funcionando.

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