Apocalipsis en el alma.



Esa vez, no tuvo más remedio que convertirse en Sonia Álvarez.

Sonaba bien, convencional. Un pseudónimo de sí misma que la haría desaparecer en las sombras de la cotidianeidad y del anonimato, tal y como necesitaba.

Sonia tenía que pensar. Echó la cabeza atrás, contemplando la altura del techo, tratando de visualizarse entre la elevada blancura y allí vio una línea indivisible de no retorno, una nueva vida que mantendría invisible a su nuevo mundo. Durante aquella noche todavía no pertenecía a ninguna parte, aún se hallaba perdida, sin la identidad que la definiría y suspendida en la nada. Ansiaba una cabal simplicidad que la hiciera pasar completamente inadvertida: soledad, aislamiento y anonimato. Alcanzar esos objetivos era un sueño extraño que, como a menudo, acabó por sumergirla en una sensación hipnóticamente agradable. Necesitaba dejar atrás cuanto había sido hasta ahora para encontrar un modus vivendi distinto que la rezumara en el ajetreo de un trabajo rutinario y regular.

Había conseguido evaporarse del mundo, tal y como desaparecía una charca de agua en un día caluroso. Ahora su camino se hallaba entre Escila y Caribdis. Sonrió al concienciarse de que estaba comparando su situación con la de Ulises ―ante su elección de dos caminos decisivos sin la permisiva de una equivocación―. Decidió mantener algunas características anteriores en su nuevo yo, como lo era el gusto por la literatura, en especial la clásica. No iba a renunciar a según qué placeres.
En la mente de Sonia no existían los plazos de prescripción y en los planes que había urdido, en el lado opuesto de sí misma, iba mucho más allá de la simplicidad por cobrarse la justicia, de ansiar una venganza por justa que ésta pudiera resultar. Sencillamente, ella no creía en el “ojo por ojo” y veía mucha más sutileza en la estrategia de la mejilla; en su caso ofreciendo todo su ser para el posible tortazo.

Ahora Sonia comprendía la realidad, las verdades subyacentes de sus semejantes y del mundo que la había rodeado. Tan sólo debía recordar ciertas cosas, como lo que había sido el roce de un frío metal en la parte lateral de su rostro. Un cañón diámetro cuarenta y cinco presionando su sien, había hecho que en sus percepciones se confundieran el frío y el calor y que al unísono se convirtieran en una sola: pánico. Nunca lo olvidaría, era imposible borrar aquellas secuelas de su mente.
A veces, las cicatrices que escondía cautelosa bajo sus prendas parecían oprimirla desde dentro, exigiendo abandonar su escondite para mostrarse al exterior en forma de una escalofriante historia. Pero Sonia no permitiría que eso ocurriera jamás: cualquier síntoma de debilidad pondría en peligro su vida. En el fondo, agradecía todo lo acontecido en su pasado. Habían conseguido hacer de ella un ser completamente intuitivo, de gran rapidez mental y de respuesta.

Era conocedora de las fuerzas de la persuasión, con las que descubría a la milésima cualquier lado opuesto de una ecuación, por estratégica que se presentara. Evaluaba con disimulo el alfa y el omega de los cabos sueltos. Conjeturaba a sus semejantes con unos resultados matemáticos. Era relativamente fácil superar a los demás en sus recluidas contiendas. ¡Estaba chupado! En ese mundo suyo ―que le había rodeado durante tanto tiempo habiéndole ofrecido una vida de segunda mano― la luz se había acogido con esfuerzo. Sonia siempre trató de atraer a su corazón esos raros y escasos rayos de sol que se escapaban del entorno. Quizás fuera un intento de sobrevivir sin tener que salir con los pies por delante, debido a situaciones de absoluta desesperación. Pero su vida siempre estaría mancillada.

Sonia Álvarez se había convertido en una excelente actriz teatral sobre un escenario que se había aprendido al dedillo: los personajes cambiaban, pero, al fin y al cabo, la representación siempre era la misma, sin necesidad de improvisar más de lo necesario. Era un camaleón. Los papeles que interpretaba predominaban sobre su verdad. Ocultas, anidaban en su inconsciente las dudas sobre su propia identidad, aquélla que le habían arrebatado sin piedad cuando la torturaron, maltrataron y abusaron de ella sin ningún tipo de escrúpulos. Los factores que habían intervenido en formatear el disco duro de su mente, ahora la llevaban a rediseñarse a sí misma: en cada actuación que ofrecía al mundo y que aún tenía pendientes, sin poder cesar en su empeño.  Sonia no mostraba la menor duda sobre sus ilimitadas capacidades al efectuar rápidos cálculos a medida que las ecuaciones a las que debía atenerse, crecían. De ese modo había logrado una complicadísima operación, robando ―si ése era el modo de definir su intervención― unos documentos prácticamente inaccesibles, que contenían unas interesantes fórmulas químicas y que alternaban y modificaban en su aplicación el resultado de un determinado tensida de gran uso y salida en el mercado y sectores químicos. Se había lanzado a aquella acción en la semi-oscuridad y en territorio desconocido, apenas consciente de haber pestañeado y convirtiéndose con aquella acción cometida, no tan sólo en ladrona, sino en una de las espías industriales más buscadas por el momento. Sonia deslizó la palma de su mano por el rostro para secarse con paliación unas súbitas lágrimas.

Rápidas y apresuradas habían comenzado a brotar en contra de su voluntad y de ningún modo debía verlas nadie, y mucho menos la manera como éstas emergían de sus ojos. Llorar no debía formar parte de cuánto deseaba que de ella conocieran. Su supuesta fortaleza se vería claramente afectada si se permitía el lujo de sucumbir a las debilidades más humanas. No obstante, si alguien se hubiera fijado con determinación en todas sus manifestaciones, habría podido oír sus lágrimas, las que se formaban entre cada una de las palabras al tener que hablar de según qué cosas: podrían sacarle de sus casillas si mencionaban a su familia o su pasado junto a ellos. ¡Conseguían tocarle las narices!

Cuando debía hacer referencia a su estirpe, arrastraba las frases al respecto con la inseguridad que concierne la agitación. La impresionabilidad, la duda, el aturdimiento y la inquietud se sumaban a un extraño zarandeo que comenzaba entonces a dibujarse entre las expresiones ensayadas en su rostro. Osaban mezclarse con una profunda tristeza que se escabullía entre sus pupilas; y todos aquellos gestos que interpretaba en contra de su realidad, dignos de un Óscar cinematográfico, quedaban estrambóticamente descobijados y ya no resultaban demasiado creíbles. Tocaban su talón de alquiles, el único tal vez, y por ello debía tener un cuidado especial para no delatarse a sí misma. Algunos recuerdos se convertían en veneno en su alma. Y era ese temor por recordar el que le hacía tan vulnerable. Intentaba esquivar toda palabra que hiciera mención a su alcurnia o a su propio origen, proviniera de dónde proviniera, para no debilitar su mente con una emboscada tendida por su propio corazón. Existían demasiados secretos dolorosos. Mantendría ocultas todas las heridas, los punzantes recorridos en su ayer; las brechas que abrían los vínculos a su pasado.

Ahora tenía que mantenerse extremadamente impasible, dejar que la sangre se congelara en sus venas recorriéndola impávida. Iba a precisar de todos sus instintos, todas aquellas intuiciones talentosas que la definían, así como de toda su preparación: había aceptado otra misión por encargo y la llevaría a cabo completamente segura de los pasos que daría.
Una corriente eléctrica recorría alentadora y eufórica su espina dorsal hasta reparar en su imaginación. Lo había planeado a la perfección. ¡Saldría bien! Había pasado gran parte de su vida teniendo miedo de muchas cosas; en una desesperante secuencia de dudas y de temores. ¡Ahora eso se había acabado para siempre!: más que acabar afirmándose en aquel pensamiento ansioso, fue el deseo desesperado porque así fueran las cosas, las que anulaban los miedos instantáneos de Sonia. Si actuaba con las secuencias ensayadas, en suma estrategia, y con el corazón rebosante de hielo, todo podría llegar a resultar. Confiaba en ello.

Evaluó con esmero el extremo riesgo al que debía someterse en esta ocasión, superando al anterior peligro con creces; trazó mentalmente un plan estratégico. Caminó con paso acelerado entre las densas masas de gente. Quienquiera que fuera ayer, quienquiera que pudiera ser mañana: hoy ella era otra persona, distinta y ajena a todos ellos. Lo que debía emprender ese día era, de modo evidente, tanto un regreso como una partida ―¿una liberación?―, e iba a hacer que se sintiera como si fuera a embarcarse en algo que la elevara hacia un destino diferente, que la llevara a despedirse finalmente de todo lo que Nadia Zborovsky había sido, preparándose a recibirse a sí misma. Una nueva y atractiva figura de sí: Sonia Álvarez. Hija de padre español y madre rusa. Eso le otorgaría evidentes ventajas ante según qué objetivos que se verían más adelante.

Sonia seguía avanzando apresurada, mientras la noche comenzaba a ceñirse acelerada a su alrededor. El lugar que le aguardaría durante toda su intervención le esperaba, ahora, justo a unos pasos hacia la izquierda de donde ahora se encontraba. Un bloque de pisos ostentoso, recubierto de vigas de madera, imitando un caserón alsacés, se alzaba majestuoso y desafiante ante sus ojos claros y de pupilas enormes, sometidas ya a la semi-oscuridad. Mientras, se había avecinado una tormenta y el corazón de la chica saltaba al ritmo de cada trueno. Casi estaba ante el objetivo. Se arrodilló, y comenzó a hurgar en su pequeña mochila para extraer de ella una linterna, así como una pequeña arma de 9 milímetros, silenciada, y de un metal tan reluciente como lo podría ser la plata. Estaba lista para la acción y su corazón así lo percibía, latiendo en su pecho como el de un corredor de maratones al aproximarse a la meta. Ella también se sentía así: próxima a la meta, a la suya. En una milésima de instante, habilidosa y ladina, había conseguido desconectar el sistema principal que alimentaba todas las particiones del sistema de seguridad. Sonia supo lo que estaba haciendo. Discernía con exactitud cuál de los veintidós cables de aquel cajetín correspondía al que necesitaba deshabilitar. Desactivó dos: el que alimentaba el sonido acústico y el que suministraba corriente a los infrarrojos. Apenas tardó cinco minutos en anular por completo todo el sistema de seguridad que, no obstante, había imaginado mucho más sofisticado. Le había llevado mucho menos tiempo del imaginado. Había sido un juego de niños. “El mejor juego hace que no te des ni cuenta de que te hallas jugando”, pensó Sonia.

Las axilas se le habían humedecido, como si hubiese hecho un esfuerzo enorme. No era un sudor nervioso lo que la estaba invadiendo, sino más bien el resultado de una satisfacción. “No todo el mundo tiene la suerte de pasárselo en grande mientras está trabajando”, pensó ahora, mientras sonreía para sí.
Comenzó a caminar sigilosa hacia el interior del inmueble: las oficinas de DIS Chemie, una de las empresas más fuertes del sector químico europeo que había por aquel entonces. De pronto detectó una tenue luz en el fondo. Salía de un despacho contiguo al que ella debía alcanzar. Escondida, observó fijamente el rincón iluminado, hasta que logró reconocer también el inconfundible resplandor de un televisor. Debía sustraer un ordenador portátil, en cuyo disco duro se hallaban infinidad de fórmulas nuevas y que pronto innovarían el mercado. Su misión consistía en que impactaran igualmente, pero a través de la competencia de aquel magnate que, de todos modos, ya ocupaba un lugar demasiado predominante dentro del sector químico. De lo contrario, si esa noche Sonia no lograra llevar a buen término su cometido, la empresa para la que trabajaba se vería obligada a fusionarse con aquel gigante ―en cuyas oficinas se encontraba ahora, sin poder evaluar con exactitud cómo lograría esquivar al vigilante de seguridad que había descubierto junto a los destellos de luminosidad―.
Debían haber contratado recientemente el servicio de vigilancia, ya que Sonia no poseía ese tipo de información. La chica pensó con la perspicacia y la rapidez de un depredador.

No veía posibilidad alguna de poder despistar a aquel guarda, se hallaba demasiado cercano a la puerta de entrada: su propia meta y objetivo final. El siguiente paso a dar estaba llegando demasiado lejos en la conciencia de la joven. Ya no estaba tan segura de lograr su misión sin incidentes, pero comenzó a ser consciente de algo: hasta ahora tan sólo había rozado esa clase de ilegalidad que daba luz verde a su conciencia. Pero aquel paso era de otro tipo. Y se percataba de otro detalle: para ser una mujer sin escrúpulos, como ella misma osaba definirse, a la que le fascinaba el juego y el riesgo, se hallaba demasiado sujeta a ciertas normas morales. Sabía dónde era capaz de llegar, pero también dónde no. Echó una desafiante ojeada a la pistola que sujetaban sus manos y tras mirarla detenidamente con ojos vacilantes, desechó cualquier idea al respecto de encarársela a aquel hombre, aunque fuera por motivos disuasorios. La guardó dentro de la mochila y la sustituyó por un aerosol, que apenas ocupaba el hueco de su mano: una combinación de cloroformo, éter y una extraña sustancia extraída de una flor exótica, harían que aquel hombrezuelo no sólo cayera en brazos de Morfeo, sino que, además, no recordaría nada de lo visto ni acontecido.

Sonia inspiró hondo. Aguardaría hasta que el vigilante, ahora reclinado en el sillón, se quedara adormecido ―ocurría casi siempre, más tarde o temprano con esa clase de trabajadores que vivían sujetos a horarios imposibles, y aprovechaban los servicios nocturnos para echar una cabezada―. Sonia tendría paciencia y confiaría en su suerte para esperar el oportuno instante en el que se abalanzaría sobre el hombre, determinada e inquebrantable, para rociarle con el espray justo a la altura de su nariz.
―Me aprovecharé del momento más insensato del vigilante ―pensó― ideal para lo que voy a tener que hacer.

Así pues llegó el momento. El hombre, una vez se había reclinado y acomodado en la butaca, no tardó en cerrar los párpados sin poder ofrecer resistencia por más tiempo a un placentero y ansiado sueñecillo. Sonia era perfectamente consciente de lo rápido que debía actuar, a la vez que debía desenvolverse con sigilo.
―¿Qué coño es esto? ¿Qué hace aquí? ―Una aguda voz gritaba a sus espaldas. Apenas pudo girar la cabeza en la dirección de la que procedía cuando reconoció a un segundo guarda, que ahora le estaba encarando un revólver 38 spl. La encañonaba hacia el vientre, mientras parecía reírse nervioso pero burlón. El sudor perlaba incontrolablemente la frente de Sonia.
―¡Mierda! ―exclamó, sin ser consciente que ese pensamiento lo había expresado en voz alta. Por fortuna, Sonia disponía del instante justo para pulverizar con su espray mágico de al vigilante que se hallaba ante sí. Éste no pudo reaccionar a tiempo, desvaneciéndose sobre su butaca. La situación se igualaba, a pesar del evidente desequilibrio que dominaba el ambiente: tenía todas las de perder y en esos momentos no se perdonaba a sí misma la torpeza de haber guardado el arma fuera de su alcance, sin posibilidad de persuadir a su nuevo atacante tomando como rehén a la bella durmiente.

Un mundo de telarañas espasmódicas, cuyos hilos eran tejidos por la confusión, comenzaron a enmarañar las percepciones de Sonia. Sus ojos se habían quedado abiertos, paralizados, olvidándose de pestañear. Mantuvo sus pupilas fijas sobre el interior del ánima del arma, tan próximo a ella y con tan macabra intensidad. Un eterno silencio se tendía sobre los ojos de ambos. Sonia escuchó la jadeante respiración del guarda, similar a la de un hombre que acababa de alcanzar la cima de una montaña, mientras los tendones de su cuerpo parecían haberse vuelto nudos. Tan sólo salir huyendo la liberaría de su tensión, pero en tales circunstancias no era posible sin recibir un balazo a cambio. ¿O tal vez no? Quizás se lo pensaría dos veces antes de disparar. Sonia sabía que los vigilantuchos solo podían usar sus armas bajo la ley de la congruencia. No dispararían contra alguien que no estuviera, de igual modo, armado. Sin embargo, ¿cómo era posible que hubiera olvidado las normas básicas de defensa? ¿Cómo había osado mantener el arma fuera de su alcance? Le estaban costando caras sus nuevas percepciones éticas acerca de las necesidades de su trabajo.

Sonia estiró sus labios para luego dejar caer su sonrisa a la velocidad del rayo: nada estaba perdido todavía y su alegría por salvar su pellejo la delató inminentemente, alzando la vista más allá de los hombros del vigilante, haciendo que éste se percatara de ello y logrando que se pusiera cada vez más nervioso. Las insistentes miradas de la chica hacían dudar al guarda, que no pudo evitar mirar de reojo hacia atrás, temiendo que alguien se abalanzara sobre él a traición; momento que Sonia supo aprovechar a la perfección, realizando un movimiento fugaz y perfectamente sincronizado, dejando en el suelo al incauto vigilante: había caído en las redes de la chica, empleando una viable artimaña de distracción. El resto de su misión fue pan comido, pero antes se aseguró de inmovilizar a sus enemigos, hacerse con el portátil y regresar a su morada.

Toda la escena había sido grabada en vídeo y estudiada en tiempo real:
―Aún está en forma, no sé cómo pudimos dudar de ella. ―farfulló alguien reclinado en un sillón de cuero negro.
―No eran sus capacidades mentales o físicas las que me preocupaban, imbécil. ¿O es que no te has dado cuenta de nada? Es demasiado humana. Ya no nos sirve. Deshazte de ella. ―remató otro, mordiendo la punta de un grueso puro para escupirlo de inmediato al suelo.
―Pero, ¿qué dices? ―el respaldo del sillón de cuero saltó hacia adelante, al mismo tiempo que su ocupante.
―O lo haces tú o lo hago yo. ¡Y no me cabrees! ―Una voluta de humo denso formó un círculo perfecto.
―Tú sí que eres imbécil: ¿acaso has olvidado el potencial de Sonia? Estás muerto. Vendrá a por ti y esta vez acabará contigo.

Sonia entró en la sala grabación. Abatida por una existencia diluida en las apariencias, se acercó a un hombre elegantemente vestido que fumaba un grueso puro. Era uno de esos soberanos a los que la riqueza material había arrebatado sus más preciado tesoros. Ambos, Sonia y el magnate, venían deformados por una felicidad ficticia, por el halo del placer comprado, por una alegría postiza. Durante largo rato Sonia le refirió las desgracias de su historia, fecunda en arideces y prolífica en desengaños, y finalmente pidió consejo al hombre del puro grueso, preguntándole por qué el destino había extenuado sus bríos. El fumador de puros se levantó, miró al frente evitando los ojos de Sonia y se apagó una gruesa colilla marrón sobre el pecho, mientras le contestó: “Te has buscado a ti misma abriendo todas las puertas, las de tu ser hacía fuera y olvidaste que la felicidad tan sólo penetra cuando las puertas se abren hacía dentro. ¡Pobre cría!”
A cientos de kilómetros de la química en la que realizó su último trabajo, la que era Sonia Álvarez, sacó sin mediar más palabras la 9 milímetros de su tobillo y le pegó un tiro limpio en el corazón al fumador de puros. Había tenido el detalle de marcarle el centro de la diana con una hermosa quemadura de colilla de puro cubano. Las letras DIS de DIS Chemie, formaron ahora la palabra DIOS, dejando el disparo justo entre la I y la S.
―¿Ves como no tengo ningún problema en acabar con cualquier hijo de puta que se lo merezca? No estoy dispuesta a matar en vano, eso es todo. A ti ya te tenía ganas por haberme convertido en lo que soy.

Y salió de allí sin más, completamente segura de que su nuevo nombre sería Clara Celeste, ―clara como el cielo estival―una chica como cualquier otra, mientras que no se encontrara con alguien como aquel tipo, que le recordara su cruel y atípico pasado que la había hecho olvidarse de que hubiera podido ser feliz de haberlo querido así.

Sub umbra floreo: C.Bürk

Comentarios

  1. Interesante y dura historia, Claudia, la de esta chica que tiene que reinventarse, continuamente, a sí misma, porque su pasado sigue siendo para ella un pesado equipaje, del que quisiera desprenderse. Nada más triste: dejar de ser uno mismo. Nada más valiente: tener que hacerlo, porque, de no ser así, el precio a pagar sería tan tremendo, que sería como servirse en bandeja a los carroñeros.

    Un abrazo y ¡enhorabuena!, por este relato. :))

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