El hacedor de puzles






En el mundo existen leyes deplorables. Leyes lerdas y ceporras. Descendientes de miles de normas enfrentadas que nos hacen a todos ser como somos. Un ejército de botellas de leche enfilado. Todos iguales. O eso parece, a simple vista. Obedeciendo a las leyes tácticas de la apariencia. Sólo detrás de las máscaras asoma el verdadero rostro. 

Catalina era reconocedora de los que habitaban tras los antifaces.
Tanto representabas, tanto eras. Bocas, manos, caras sonrientes, narices estiradas como un rifle, apuntando despiadadamente contra la libertad de ser quienes eran todos sin que se les reconociera. 

Catalina en sus crudos días de infancia vio a algunos de esos que se escondían tras los columpios. De esos, que dejaban sus genitales al aire como por descuido. Un “yo no he sido”. Un “yo no sé nada”. De esos que se acercaban porque ella era la niña mona, preguntándola
− ¿Te apetece que te masturbe?
Ella no conocía el significado de aquella frase, pero sí distinguía lo que los monstruos hacían con lo que tenían entre las piernas.  Y trataba de salir corriendo. 

Nadie sabía. Nadie ayudaba.
Monstruos. Monstruos que vivían por y para sus pitos, ocultados por las máscaras de la amabilidad. Porque como los otros enmascarados, también ellos tendían a ayudar a los demás, para así sentirse mejores de lo que en realidad eran, para ocultar así su pasión por tocar a las niñas pequeñas. Catalina tuvo un aprendizaje veloz. “Monstruos”, ésa era la conclusión. “En el mundo habitaban muchos monstruos. Y todo gira en torno a la parte oculta entre sus piernas”
“Algún día te casarás y tendrás hijos. Fíjate en mí, yo vivo para vosotros”, solía decirle su madre desde bien pequeña. También añadía a eso “Tienes que ser una buena chica y mejor persona, para que te quieran mucho. Ser buena. Ser buena…”
Catalina veía a su madre llorar a altas horas de la noche, cuando bajaba de puntillas por la escalera porque los monstruos habitaban bajo su cama. 

Escuchaba broncas de día. Y los que pululaban por aquella casa, fingían estar ocupadísimos con cosas importantes. Catalina se quedaba con la sensación de que era bonita y buena. Y entonces también lloró por culpa de ser todo aquello.
En la casa de Catalina todos evitaban mirarse a los ojos. Salvo los gatos.
A los dieciocho años, la vida de Catalina nada tenía que ver con la remota sed de verdad y de amor con que había venido antaño a este mundo. Había dejado que humillaran su naturaleza. 

Que otros impusieran sus valores, sus obsesiones. La vida de esos otros, se reducía a trabajar para pagar las apariencias en las que se envolvían todos juntos, las máscaras que llevaban; porque sin ellas, todos pensaban que no eran nadie. Sin ellas, salían a flote todas sus monstruosidades.

Un día, cansada de las manos, de los pitos exhibidos en los parques, de aquellos que vivían para sus meros instintos, Catalina se impuso amar a un hombre. Otro monstruo. No funcionó. Y pese a ser buena, muy buena, Catalina acabó con seis puñaladas y dos costillas rotas. 

Se preguntó en qué había fallado. Y se esforzó por ser aún más buena, porque no debía serlo lo suficiente. Pugnó entonces por acaparar la atención de un hacedor de puzles con el que se topó por el vasto mundo. Éste vivía abstraído en ésa ocupación como si realmente sólo aquel menester fuera el mundo. El mundo era un puzle por completar. “Un hacedor de puzles no viviría a expensas de su pito” sentenció Catalina. Y no le importó que el otro no le prestara la más mínima atención en los muchos años siguientes, dedicándose a los puzles como si no existiera un mañana. 

Entonces Catalina empezó a engordar. Derrotada sistemáticamente cada segundo, cada día, cada semana y cada año. El peso insistía en aumentar, pese a los regulares regímenes. El hacedor de puzles siempre la veía guapa, o eso opinaba; siempre sin levantar la vista del nuevo puzle a ajustar. No hubo noches de amor con el hacedor de puzles y las noches pasaban demasiado lentas, mientras los gatos maullaban calles afuera. Libres. 

A bote pronto, no había escapatoria de sus miserias internas, de sus carencias que se reflejaban más y más en su apariencia externa. Los demás consideraban al hacedor de puzles y a Catalina una pareja feliz y nadie imaginaba lo que existía de soledad y de renuncia detrás de toda aquella apariencia.
Sin embargo, no habría boda. No habría niños. No cabría lugar para el compromiso. Porque estaban antes los puzles.

Catalina se comía los huevos fritos con un enorme sentimiento de culpa, porque volvería a engordar. Y de esa forma, el hacedor de puzles aun la repudiaría un poco más, si cabía. 

Su madre había tenido razón. Ella no era buena. No era buena.
A partir de aquella conclusión, todo se reducía a que quizás algo cambiara, sin tomar decisión alguna. Catalina ya no escribía cuentos. Ya no hablaba con los gatos. Llegó entonces a la conclusión de que la vida era eso. Que sería inútil rebelarse. Que ya no podía ser mejor de lo que era para nadie. Nada cambiaría jamás. Y entonces Catalina se conformó.

Escribió en su diario:
“¿Por qué razón todos contrariamos impunemente nuestras naturalezas? ¿No es realmente terrible que lo mejor y lo peor de nosotros sea aquello que no estamos siendo? Los que ocupábamos el mundo íbamos por ahí dejando la más íntima verdad sepultada en las apariencias, en el “querer parecer”, en vez de “ser”, en anestesiar, en encerrar con mil cerrojos los anhelos reales. Lo inconfesable”.

Catalina también. También…Y se  escondía de la vida, hasta anularse. Arrojaba la vida a los perros siendo consciente cómo estos la devoraban y no dejaban ni una sola miga.           
                                              
El sentimiento de estafa era cada vez más fuerte, se le ceñía al cuello como la soga de un ahorcado, asfixiándola poco a poco. Poco a poco, suavecito, como ahorcarían las plumas.

Vio a tres jóvenes caminar. Botellas de leche. Simetría. Caminaban como una sinfonía. Música. Teclas blancas del piano. Conscientes de los enredos estéticos producidos por los pliegues de sus faldas. Los ojos de mapache. Extensiones de pestañas y tetas de silicona. Guapas para los monstruos que devoraban carnaza.
Tras una nube de perfume caro las miradas se le clavan en los años de Catalina. Cada época moldeaba la apariencia. A su manera. 

A un metro de sus manos, el hacedor de puzles fingía no estarlas viendo, con el rabillo de sus ojos afilados como flechas. Agachó la mirada. 

¿De verdad es razonable la renuncia? Como si las jóvenes en flor no fueran cosa de este mundo. Se frotó las manos y sonreía. Una sonrisa que se burlaba de los años rotos de Catalina. Al fin y al cabo solo se trataba de diez años o tal vez estaba viéndola a cada repaso como era antes. Antes. Antes no había estigmas. Antes no estaban los michelines, al fin y al cabo eran de ella tan sólo un puñado de grasa torpemente acumulada por su sano apetito por  los gusanitos de cacahuete, como si eso fuera más importante que los sentimientos. Y lo era.
Al lado de las tres blancas notas musicales Catalina desafinaba como un bemol oxidado.
Por llevarse unos céntimos de gloria todo era válido.

Nadie conocía a Catalina. Pero poco importaba. Todos los habitantes del mundo se toparían una y otra vez con ese cajón que debe ser abierto y en el que encontraríamos la prueba de que un día Dios nos otorgó la dicha hasta extremos insólitos. Todos teníamos un álbum de esas dichas y también de las dificultades dentro del corazón. Morir en vida era, ver las vivencias como una foto mal enfocada, mientras el tiempo como un verdugo nos daba con un mazo en la testa.

Al poco tiempo de marcar la báscula ochenta kilos, Catalina entró silenciosa al cuarto ocupado por el hacedor de puzles, le acarició suave la nuca, el pelo. El otro sin percatarse de nada, enfrascado en componer un nuevo puzle de grandes dimensiones, tan sólo se sobresaltó al fin al escuchar un ensordecedor estruendo a sus espaldas. Catalina cayó hacía adelante. Libre. Al fin libre. Ignoraba ya para siempre cual sería la relación entre su sangre y aquel puzle hechos nuevamente pedazos. Un disparo de su mano había al fin acabado con todo. Ocurrían cosas inesperadas cada frágil segundo de las existencias... 

Libre. Buena. Libre y buena para siempre. 

Sub umbra floreo: c.bürk

Comentarios

  1. Leer siempre es un ejercicio que implica no sólo observar lo leído, sino observar las reacciones que le provoca a uno la lectura.
    En ese sentido, este cuento ha sido un descubrimiento para mí. Llegué a donde estaban unas letras impresionantes: “Y pese a ser buena, muy buena, Catalina acabó con seis puñaladas y dos costillas rotas.” Tanto me impresionó, que di por sentada la muerte de la protagonista, sin más ni más. Por eso me dejó perpleja que se preguntara en qué había fallado, y pensé “¡Dios del cielo!”, cuando los ojos me enviaron la noticia de sus esfuerzos por llegar a ser lo suficientemente buena.
    Releí de inmediato, descubrí que esas letras que tanta mella me hicieron, no hablaban de que muriera, ni siquiera lo daban a entender. Entonces, ¿de dónde había yo sacado tal conclusión?
    Seguí adelante y volví a sentir otro atorón, justo cuando la protagonista “Vio a tres jóvenes caminar. Botellas de leche. Simetría.”. Una vez más, releí. Efectivamente, me perdía en algunas cosas; quizá quedara más claro: “Vio a tres jóvenes caminar. Cuerpos simétricos, como botellas de leche”. Más adelante, comprendí que quien veía no era la protagonista, sino el hacedor de puzles, ¡era él quien clavó su mirada en los años de Catalina!
    Como pude, intenté poner un orden en mi mente: “…Extensiones de pestañas y tetas de silicona. Guapas para los monstruos que devoraban carnaza. A un metro de sus manos, el hacedor de puzles fingía no estarlas viendo, con el rabillo de sus ojos afilados como flechas. Agachó la mirada, que tras una nube de perfume caro, se le clavó en los años de Catalina.”
    Claudia, te agradezco mucho este cuento, me ha fascinado y más aún la lección que recibí: ¡toda la mente tiene que estar al servicio de comprender el texto!

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