Mi tía Marcelina



Mi tía Marcelina y yo

Llamabase Marcelina
de mi padre lejana prima.
Seca, espigada,
quejumbrosa, reumatizada,
de senos desaparecidos,
y la retaguardia, ¡Ay! ¡Cuán aplastada!

Para completar el panorama,
escogiendo guapos y feos,
no podía ser contratada.
Pues a mi tía Marcelina
con disimulo la apodaban,
¡Desdentada! ¡Desdentada!,
Como Buzón de correos.

¡Apunten acertando!
Teniendo presente lo ahora sabido,
que, si alguien se ha conmovido
de éstas sus adversidades,
no tarde, ruego y suplico,
en verter libremente, lágrima conmigo.

Era criticada, con reservas y disimulo,
ser más terca que una reata de mulos.
Impasible a palos y afectos,
y llena, llenita, a reventar,
de otros muchos defectos.

La pura y necesaria verdad,
ampliamente justificable;
pues ocultarla, lo siento, es imposible,
debido a una poderosa razón,
reconocida hasta en el Vaticano:
allí donde por lo que fuere no lucía,
suplíalo con envidiosa humildad,
sinceridad y grandísimo corazón.

A estas especiales lides,
a todas sus paisanas ganaba,
demostrando espontaneidad
e inigualable pundonor,
conociendo, como no ignoraba,
saberse cruelmente burlada.

Marcelina, triste y desolada,
no conseguía demostrar
sus locas ansías por amar,
¡Imposible, lejano amante!
Todo por culpa de una vecina
que engatusó al presunto pretendiente
achacoso, viejo, chulo ignorante.

Tuvo ciertamente fortuna,
pues, a la desvergonzada tuna
pronto ese la dejó más que plantada,
llenita, llenita y bien preñada.


Sufriendo de vergüenza,
haber sido sin pudor suplantada
por una viciosa cualquiera,
enterró deseos y sentimientos
en las profundidades de su alma.

Dejó de suspirar,
de soñar apasionados amores,
ansias y revolcones,
inconfesables caricias,
entregas y …¡Perdones!

Negó de por vida
recordar aquel engaño,
eludiendo decir la verdad.
Mantuvo la lengua retorcida
y los traicionados anhelos
sepultados en la eternidad y lejanos cielos.

Durante la claridad del día,
fuere este nublado o lluvioso,
conseguía,
sin mucho éxito disimular
el intenso dolor que sentía,
imposible de consolar.
Mezclando en su cotidiano conversar
chistes y tontos sucesos,
difíciles de creer y peores de asimilar.

Llegada la noche,
encerrada en el hostil dormitorio,
acariciaba, empero, amorosa la almohada:
compañera confidencial de ilusiones.
Profundos sus suspiros y ardientes las ambiciones,
añorando sentirse adorada
por aquel aprovechado tenorio.

A nadie confesó, toda ella muy prudente,
escarmentada y desconfiada
que perfumaba lecho y ambiente,
sábanas y edredón,
cómplices de insatisfechos ecos de amor,
al esperar siempre impaciente
prometido, esposo o aunque fuere amante,
pronta a complacer consciente
si el esperado pretendiente
pasara, primero, por el altar.

***
Mi padre,
antaño nocturno acechante,
de estos sentimientos ignorante,
consumía su vida sentado,
tragando anuncios de televisión
filmes aburridos y algún que otro culebrón.
***
El tiempo, infatigable
tenaz e irresponsable
prosiguió con su avance
aumentando edades
y vientres espectaculares.


La gestante vecina,
aislada de la comunidad,
paseaba su panza
bajo amplias faldas,
cohabitando sin esperanza
ser nuevamente admitida
en las tertulias cotidianas
de la agrupación vecina.

Sus andares cansinos,
inseguros e irregulares,
necesitados de mayores caminos,
semejantes en dimensiones
cual nacionales autopistas vulgares.

Buscaba entre la vecindad
inútilmente y por desgracia,
quién ofreciera por caridad
una simple palabra de amistad.

Con anterioridad al escándalo,
conoció ocultos secretos
de aquellas mujeres,
infieles y adúlteras.
Vislumbró asimismo traiciones conyugales
y también inmorales abortos a centenares.

Ahora, aprovechando la ocasión,
todos centraban sus maldades
en aquella desgraciada inexperta
que ofreció inocente su natural y único don,
pagando con creces
los escasos segundos de su pobre pasión.

Fueren hombres o mujeres
limpios de conciencia,
debieron comprometerse a adoptar
al que a no demasiado tardar,
vendría a aumentar
gastos y número familiar.

Marcelina, mi señora tía,
simulando aprensión y desprecio,
espiaba de reojo a su particular malvada
al tiempo que de forma inconsciente
palpaba en sí su exiguo y extraplano vientre,
deseando un milagroso trasplante.

Se sumaba al historial de la despreciada,
pues no vienen solas las desgracias;
historia, solo por el doctor conocida:
fue también infectada de sida
al consentir la penetración
sin el uso de un simple condón,
cegada por una promesa
indigna y sin corazón.

Demacrada, por falta de asistencia
fuere de personas o vacunas,
perdíase lentamente
de este mundo impenitente,
plagado de seres inconscientes,
coexistentes en historias indecentes:
puestas a la venta, naturalmente,
con regalos y curiosos complementos,
si contribuían personalmente
a las aportaciones oportunas.

Tras largas horas de dolores,
espasmos y contradicciones
falleció en el parto,
minutos tras el instante
de ver por primera y también por última vez
a su indeseado infante.

Indigente y adeudada
de pies y cabeza
en hipotecada y vieja mansión,
se acogió al recién nacido
en una más que precaria situación,
berreando este a pulmón partido
con tantísima fuerza, rabia y lamentos
que hizo temblar los cimientos.

La asistencia de curiosos,
cotillas y arrugadas comadres,
se apretujaban fuera, en la calle,
sufriendo estoicos y pacientes
las inclemencias del tiempo,
en el más absoluto silencio.
Pegadas materialmente las orejas
detrás de ventanas y oxidadas rejas,
noticias que comentar.
Formaban apretados grupos y parejas;
cultivaban finamente rumores jugosos
a su gusto e invención.


El doctor, no más que un anciano veterinario,
hábil y siempre dispuesto,
comunicó a la acreciente masa expectante
que el nuevo y flamante individuo a censar,
una vez, cristianamente bautizado
por él mismo, a dedo, designará a quién para adoptarlo.

Al igual que la anual epidemia gripal,
propagándose en ambientes propicios
incubando gérmenes mortales,
el fallecimiento de la mujer
motivó inquietud en muchos hogares:
pudientes y pobres,
en la funeraria y en el cementerio,
al existir intereses y desacuerdos
por hallarse de pagos al descubierto
desde que conocieron su embarazo.

Simón, el triste enterrador,
conocidísimo en la comarca,
en España y en el extranjero,
tuvo sus más y sus menos
con el avaro alcalde del pueblo,
por negarse a satisfacer el dinero necesario y obligado para el sepelio.

Verse libres de problemas,
crearon otros inconvenientes,
siendo el más urgente
encontrar una rápida solución,
ubicando al pobre huerfanito,
en hogar cristiano y decente.

Simulando infructuosas reuniones
y horas de sueño,
donde apareciendo ciertas discrepancias,
cruzaronse veladas acusaciones,
determinaron gracias a su empeño
señalar, bajo secreto de votación,
nombre y apellido de la persona
única y mejor cualificada
para aceptar la adopción.

Viejos odios y rencores
satánicamente bien unidos,
escribieron un
«» en los votos en blanco
y en los negativos, siendo en minoría,
obscenas frases rezumando impudores,
sorprendiendo a los reunidos
al creer que una mano vengativa
consiguió adulterar la decisión.

Casi siempre surge una solución
cuando se persigue un propósito
por increíble que parezca,
al saber que cerca, muy cerca
conseguirán solventar el problema,
traspasándolo al inocente designado.

Sabían las brujas conspiradoras
que su víctima cedería,
al haber sido elegida
por una gran mayoría.


Cual regalo navideño anticipado,
conociendo por gracia unánime y colectiva
en sesión plenaria de mandamases y jerarcas,
a pesar de la escasa y ridícula oposición,
fue aprobada y con rapidez rubricada,
anticipándose a inútiles reclamaciones,
autorizando la oportuna adopción.

Faltó únicamente el señor cura,
aquejado, por desgracia, de fuerte constipado,
y devorado por altísima fiebre,
sospechando entre lucideces,
ser miserablemente burlado
por haber sido olvidado en el sermón pasado,
privando su única e influyente opinión,
denegando semejante salomónica decisión,
rebosando odio e intereses.

En formación de cuatro en fondo
marciales posturas y braceos militares,
recorrían plazas y calles,
interrumpiendo el terribles tráficos,
ausentes de urbanos y semáforos,
riéndose de vociferantes afectados,
bien fueran peatones o gentes rodando,
dispuestos a levantar el dedo mayor,
al menor acto de rebelión.

Dispuestas a cumplimentar su cívico deber
de sincera amistad y muy buen querer,
marchaban resolutas y decididas,
alzando la barbilla, los ojos bien fríos, hipnotizados,
barrigas fláccidas, o exageradamente abultadas,
los senos, grandes o pequeños,
vacíos de contenidos, exageradamente colgantes,
piernas cortas y bastante peludas;
las más largas, hábilmente rasuradas,
la mayoría de ellas patizambas, renqueantes,
ajenas todas ellas a sus inmensas virtudes,
murmuraban entre ciertos huecos dentales,
impopulares canciones, poesías y extrañas oraciones,
aprendidas de memoria durante las noches,
con el fin de evitar amargas arcadas y retortijones,
pasadas en blanco, a faltas de acompañante,
−dador de necesidades calmantes−,
renunciando expresamente y durante años,
a poemas de otro rango,
entonándolas en ayunas, altisonantes.

El centenar de ancianos,
pensionistas y jubilados,
sonreían regocijados,
asistiendo bastante alejados
más prudentes que aconsejados,
de aquella esperada demostración
entre gigantes y enanos.
Pues así fueron bautizados
con más acierto que sinrazón.

Multitud de curiosos y mirones,
venidos de todos los rincones,
de cercanos pueblos y aldeas,
abarrotaban la ruta a seguir.
Padeciendo las inclemencias del tiempo,
inestable por ser el loco diciembre,
sumándose a brutales golpes
y empujones a discreción
por el anhelo de ocupar y conseguir,
ser, las mujeres en particular, las primeras,
dispuestas a toda costa impedir
que se colaran por delante de ellas,
conquistando y defendiendo
lugares de preferencia,
ignorando si recibían excusas sinceras
disculpas o humildes perdones.

Los aplausos fueron en aumento,
acompañados de toses y estornudos,
incluida alguna risita de hiena
y relinches mulares y de burros,
creando sanas envidias animales;
si alguno de estos por casualidad,
estuvieron en las cercanías
en el establo o cercana ciudad.

Varios reporteros
de radio, prensa y televisión,
observaron con máxima atención,
quienes, entre bulliciosa concurrencia,
mereciese ser citada,
ofreciendo, con toda seguridad,
convertirse en estrella afamada,
en un tiempo de nada.
***

Mi tía Marcelina,
alarmada por aquella ruidosa algarabía,
temiendo posible desgracia,
el fin del mundo o revolución dominguera,
dejó de zurcir y remendar,
antiquísimos vestidos del ajuar
que jamás logro estrenar,
pasada ya su mocedad,
perteneciendo ahora
a recuerdos que lamentar.

Curiosa, asomó la nariz por su ventana,
abarcando de una sola mirada
la multitud allí reunida.
Entonando ahora contagiosos vítores
con más fuerza que con gana;
y con el corazón entre ardores.

Hubiera allí juicio o condena,
ejercer de alcahueta
debía valer la pena.
Mas de pronto y sin aviso,
quedose Marcelina de piedra,
al sacudir de sus orejas la cera,
rumbo a un advertir más preciso:


su humilde apellido y nombre
inscrito con algunas dudas el siglo pasado,
para muchos desconocido antes,
¡coreado por guturales voces!
Horadaban sus gastados oídos, esos nidos de cera,
despertando un par o tres de sentidos,
almacenados por no haber sido utilizados,
en el instante apetecido,
ser mencionada por el único hombre
que acercándose a ella con nocturnidad,
fue con toda ilusión el escogido
para acusarla de alguna ignorada maldad.

Terriblemente asustada,
sintió que su débil cuerpo temblaba
reacio a reaccionar,
ante aquel inusitado panorama,
angustioso e irracional,
siendo ella, Marcelina,
la víctima a sacrificar.

Caída de rodillas,
las manos estrechamente unidas, prestas a orar,
suspiró en silencio,
vertiendo primeramente lágrimas
para a continuación, dejar en libertad
estéricos gemidos de angustia,
capaces, por si solos de provocar
un nuevo diluvio universal.
Pues de comenzar a emplear
el verbo equivalente a llorar,
no hubiera habido forma de salvar
ni a ella, ni tampoco a los demás.

Convencida de su próxima muerte,
siendo inocente delante de Dios y alguna gente,
maldijo su mala suerte,
al verse privada de un juicio imparcial.
Así pensaba ella, lamentablemente,
negándosele, en teoría, un buen abogado,
defensor de la justicia.
Fuese éste pobre de bienes y fortuna,
justo y bien honrado, también incorrupto
de débiles, desahuciado, e indigentes
si éstos, delante de la ley, fueren inocentes.

El quimérico amante, con el niño en brazos,
a Mareclina se le acercó, dispuesto a entregarle
lo que su vientre siempre le negó.
Al punto, Marcelina bendita, cayó por fin en la cuenta
de que no habría reprimenda,
ni muerte, ni acusación,
ningún juicio de la sinrazón.

Sonrió, lloró de aquel súbito pensar
salido, ignorando de qué lugar,
arrastrando consigo la esperanza
dificilísima de poder conservar,
por ser, eso, un simple y bello sueño,
un sueño deseando ser realidad:
hacer efectiva su propia maternidad.

Marcelina de rodillas cayó, y no cesando de besar la blanda, infantil cabeza,
a Dios dando gracias ante la certeza
de lo que sería ya suyo, por siempre y por entereza.

Mi tía Marcelina, mi madre luego también,
se hizo así cargo de mi personita
de las deudas de mi fallecida madre
y las vergüenzas aireadas desde la boca de mi padre.

Y ésta es mi historia,
que con el permiso de los pacientes lectores,
me he permitido relatar.
Fin.

Comentarios

  1. SONETOII:
    Yermo aguardo de aliento,
    Impasible túmulo excelso,
    De la sufrida esperanza,
    Del embozo del aprecio,
    Que vela sueños vedados,
    Velos rasgados de antaño,
    Para siempre recordados.
    Resignado el amante que avizora,
    La pertinente arrapieza,
    Sin importarle las horas,
    Soñando siempre con ella.
    Soneto yermo de aguardo,
    Helada espera esperando,
    A la zagala bermeja.

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  2. Muy entrañable e intensa , me alegro mucho de que estés tan inspirada.

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  3. ¡Qué alegría tenerte de vuelta por éstos lares, queridísimo amigo!

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