La mujer caída © .Novela de Claudia Bürk.( Capítulos I, II, III y VI , V ,IV y IIV )








La mujer caída
Escribí ésta historia en el año 2005, tras morirse mi padre. Consta de XXV capítulos y en aquel entonces confié en un -actualmente- célebre escritor para que me diera su honesta opinión acerca de la historia. Aquel escritor y yo nos convertimos en buenos amigos. Mi amor platónico por él se tornó casi sobrenatural. Años más tarde, apareció de sus manos una novela, que fue un absoluto bestseller en la cual, para mi sorpresa, encontré muchos matices en común con ésta historia. El tiempo quiso que me olvidara de todo sentimiento procesado. De toda confianza entregada. De todo secreto revelado. Pero la historia seguía ahí, publicada en parte, (ya que retiré todos los siguientes capítulos) en un rincón de internet que se llama www.tusrelatos.com. Hoy he querido "rescatarla" del olvido; de los instantes dolorosos que proporcionan los rechazos y las traiciones. Nunca hubo rencor. Sólo admiración y afecto. Hoy la traigo de vuelta. Auqí podéis leer de forma gratuíta la historia hasta el capítulo V. 

Ésta Navidad hacte con el libro completo y en papel de "La mujer caída". ¡No te lo pierdas!                                                                                                                     Sub umbra floreo: c.bürk









La mujer caída
Víctor Hugo
¡Nunca insultéis a la mujer caída!
Nadie sabe qué peso la agobió,
ni cuántas luchas soportó en la vida,
¡hasta que al fin cayó!
¿Quién no ha visto mujeres sin aliento
asirse con afán a la virtud,
y resistir del vicio el duro viento
con serena actitud?
Gota de agua pendiente de una rama
que el viento agita y hace estremecer;
¡perla que el cáliz de la flor derrama,
y que es lodo al caer!
Pero aún puede la gota peregrina
su perdida pureza recobrar,
y resurgir del polvo, cristalina,
y ante la luz brillar.
Dejad amar a la mujer caída,
dejad al polvo su vital calor,
porque todo recobra nueva vida
con la luz y el amor.

I
Hallazgos
El afortunado hallazgo de un solo libro puede haber cambiado el destino de un hombre.
(Marcel Proust)
Tenía la sensación de haber topado con un poderoso secreto. Y solía acertar con mis intuiciones.
Hacía tan sólo un par de semanas que mi padre nos había dejado para siempre. La meteorología estacional acompañó la gélida pesadumbre de los días. Hacía frío. Por todas partes. Todo, absolutamente todo estaba helado: las calles, las manos de las gentes al contacto de un pésame, así como mi corazón. Había llorado a voz de cuello, aullado como un lobo herido de muerte. Con la insondable agonía de los caídos. Perdida la fe y sin tiempo para ella. Al norte, el paisaje quedó suspendido por las neviscas cumbres que dolían en las pupilas punzando su blancor hiriente. A fuerza de ver la misma campiña año tras año, todo me era familiar. Sólo el rugido de los radiadores se me antojó diferente al mirar por la misma ventana por la que mi padre había visto lo mismo que yo, hacía tan sólo unos pocos días atrás. Por última vez.
Mis ojos estaban hinchados, entre anémicos destellos de luz. Si es que era luz lo que entraba en ellos. El frío llegaba en forma de humo, se colaba en los pensamientos. Se abría paso junto a mí aliento. Me vi obligada a observar el mundo a través de dos rendijas enrojecidas. El frío cobró tanta forma que creí poder verlo en la silueta de un muñeco de nieve. Las lágrimas brotaban a su antojo de mis ojos, sin contenerse, resaltando mi iris como dos esmeraldas sin tallar. En otras ocasiones, solía deslumbrar a la gente con mis verdes ojos, les mantenía tan hipnotizados que casi nunca eran conscientes que detrás de ese par de ojos mansos, se hallaba alguien fiero espiándoles. Pero ahora parecía que esas personas se obstinaban en desviar sus miradas hacia mis pies para evitar –así lo pensé– encontrarse con el alma de una espía descubierta por el llanto. Me daba la impresión de haberme vuelto invisible para todo el mundo.

El lugar olía a mata cucarachas y una mezcla de ambientador de fresa sintética. Y también hubo olor a tupida soledad, tan sólo interrumpida por el lamento de unos neumáticos frenados sobre el asfalto del exterior. El aire que estaba respirando, no era aire sino un espeso almarjal de gelatina. Inhalé aquel espesor con pesadumbre.                                                 
Fuertemente impresionada por los sucesos de los últimos días y por el extraño hallazgo que acababa de hacer entre las pertenencias de mi padre, comencé a desenrollar una media docena de hojas raídas. Con los pulmones sin deshinchar, escruté aquel lazo que había sido fijado con un sello de cera, en el cual había apreciado con claridad el dibujo de un ángel junto a siete estrellas; distintivo de algo que todavía no lograba identificar, en relación con mi progenitor. Un año antes de su fallecimiento me reveló éste su pertenencia a la Francmasonería, así como el grado que ocupó hasta la actualidad, así que sentí emocionarme al observar la simbología, con casi total seguridad masónica, en los bordes de los folios: un reloj de sol, la escalera, la cuerda salvavidas, la piedra angular, la calavera, la letra “G” mayúscula y “el ojo que todo lo ve”. Lo que parecía una extensa epístola iba encabezado por las ya familiares letras:

A:.L:.G :.D:.G:.A:.D:.U:.
(A La Gloria Del Gran Arquitecto Del Universo)

Escuché el ruido de la puerta, mientras sostuve aquella carta con manos temblorosas y el semblante trémulo. Froté la letra con mi pulgar, como queriendo comprobar que realmente se hallaban sobre el papel las palabras impresas. Quise proseguir con la lectura, pero alguien –que luego reconocí como mi madre– echó a correr hacia mí para sostenerme:
¿Dónde éstas, hija mía? ¿Estás bien? –Me interrogó con el ceño fruncido por la preocupación. Supuse que estaba viendo algo en mi semblante que no supo interpretar y además yo debí parecerle un fantasma, tan blanca como una sábana. Observé a mi madre como si se hallara muy lejos. Su mirada me atravesaba. No se había detenido en mis ojos. Mi madre lloraba. Sentada ahora en aquel sofá raído, con ambos codos en las rodillas y tapándose los ojos, para no contemplar los recuerdos que punzaban sin tregua. Un desasosiego la había traído hacía mí. Todo se me antojaba ajeno. Incluida mi propia identidad, viéndome a mí misma extraña.  Le aseguré a Mamá que no tenía de qué preocuparse y le pedí que me dejara sola un rato más, con tal de seguir indagando aquel aspirante a tesoro. No parecía oírme, pero finalmente se levantó, lanzó un beso al aire dirigiendo la mano hacía el despacho de mi padre, como señalándole un nuevo Adiós. Pobre Mamá.                                                                                                                                                    
 Al momento de volver a quedar a solas, reparé extrañada sobre el encabezamiento de aquel escrito, que rezaba en inglés “My dear daughter” (“Mi querida hija”). Ese mismo referente se repetía hasta la mitad del primer folio en al menos doce idiomas distintos que luego logré diferenciar: cuatro de los mismos los hablaba con fluidez, mientras que de los restantes lograba al menos pronunciar correctamente un “hola” y un “adiós”, un “querido/a” y la palabra “perdón”, lo cual había aprendido tan sólo por diversión y cuya finalidad había sido exclusivamente privada; restos que quedaban de mi libresca infancia, pensé. De modo que ni me había vuelto a esforzar en practicarlos más a fondo. Con todo, mi asombro no cesaba cuando, además, reparé en la caligrafía de aquella letra: los graciosos bucles de las jambas, las híbridas jotas extravagantes y onduladas, se encaramaban precariamente sobre unos óvalos minúsculos, cual foca de circo sobre una pelota. Sin duda, era la letra de mi padre, pero mucho más rimbombante, con las letras adornadas entre florituras, como intencionadas en convertirse en obras de arte.

Entendía de palabras o al menos de eso presumía. Podía reconstruirlas desde un fragmento de texto desgarrado, era capaz de conjeturar sus significados, de recomponerlas desde sus ausencias de garabatos, como encajando las piezas de un puzle. Y también entendía de grafología. Y pude ver que los enaltecimientos, ritmos y direcciones que seguía la tinta garabateada en esa hoja, correspondían a las pulsaciones eufóricas del autor. ¿Mi padre había estado entonces rebosante de alegría cuando se había dispuesto a escribir aquello? ¿Por qué? Agudicé mi visión: ¿mi percepción me estaba gastando una broma? Un áspero velo de incredulidad quiso entonces irritarme la vista y ofuscarme la mente al observar la fecha escrita con número diminutos sobre el ángulo derecho:           
01-12-05. Mi mapa mental acerca de las cosas no conseguía ajustarse a la evidencia que abarcaban mis ojos y que sostenía –ahora sacudida de temblor– entre las manos: esa fecha era posterior al fallecimiento de mi padre, databa el tercer día tras su muerte. Desconcertada, medité una hipótesis. Tuve que sentarme para reanudar la lectura. Aún había más:

“All the secrets till we once are known, are wonder’d at by everyone, but when once known we ceafe to wonder, Tis equal then to fast or thunder.
My dear angel, watch the setting sun: day is made for us to fee in. Look at the rising sun: because night is made to hear in.

SERVUS SERVORUM DEI.” 

De nuevo, ese párrafo se hallaba repetido en los doce idiomas anteriores. ¿Qué era todo eso? ¿Qué trataba de decirme papá? ¿Eran estrofas de una nana? ¿Un poema derivado del escocés antiguo? ¿Acaso un lamento? ¿Mi padre quería pedirme algo? ¿Acaso una confesión, la de un secreto celosamente guardado y con intención de ser expuesto post-mortem?
De súbito, sentí la imperiosa necesidad de quedarme totalmente a solas con todo aquello y cerré la puerta a golpe de cadera. El estruendo retumbó en forma de vago eco. De modo que en la primera planta escuché a mi madre decir algo similar a »Ya están otra vez los ruidos.                                                                                                                                                                       
Nada parecía sentarle bien a mi señora madre tras el fallecimiento de mi padre. Me preguntaba si era necesario que tras algo así nuestro distanciamiento debiera ir en aumento, cuando tocaba estar cercanas. Ella, desde luego, parecía no verme. El juego de por vida contó con escasas reglas: evitarme, ignorarme. Yo era la culpable.
Llegando a la cuarta hoja, creí presenciar el final del escrito, al ver que la quinta y la sexta, estaban completamente en blanco. Tan absorta me tenía mi propia mente con todo ese asunto, que emergí de golpe desde las profundidades de mis cavilaciones a la superficie de la habitación en la que me hallaba, al observar que la séptima y última hoja que constituían aquel misterio, estaban repletas de garabatos cifrados.
¿Un código criptográfico? Pensé. ¿Un mensaje secreto? ¿Un complicado jeroglífico micénico?
¿Sería un efecto añadido por mi padre siempre tan…Impredecible para camuflar su intención en vez de transmitírmela?

Examiné aquellas sílabas, para mí extraterrestres, de cerca. En mi cabeza de repente flotó la evidencia: ¡esos extraños garabatos eran un texto escrito en el alfabeto masónico! Comencé a frotarme los ojos, agotada, y pensé que debía de dejarlo para el día siguiente, no sabía cómo proceder sin ponerme a estudiar el mencionado léxico desde el principio.
Me asomé a la ventana y una sombra pálida reposó sobre ella, a través de la cual logré ver la noche, tan negra como la boca de un lobo. Mi cerebro estrujado erró por la oscuridad, mientras que abrí los ventanales para respirar un poco de aire freso.
¿No había mi padre querido hacerme aprender de memoria con su terca insistencia habitual el alfabeto masónico? ¿Por qué diablos no le hice caso? Me lamentaba ahora. Ya. Mamá. Ella no quiso saber nada de masones. Me prohibió desde muy temprana edad enredarme con las cosas de mi padre.

Quedé prendada del decimal de signos que llenaban la hoja: palabras extranjeras que semejaban una lengua perdida.
¿Yo necesitaba una lengua perdida? ¿Para que servía? Lo que necesitaba era sosiego y la posibilidad de redimirme de tantos palos acumulados en el vivir.
Resignada por no llegar a ninguna conclusión durante aquella misma noche, me encogí de hombros y pensé que era mejor dejarlo para el día siguiente.
Acostada en la cama, observé el cielo a través de la ventana, que era un enorme rectángulo claro y por ella esa noche entraba una inusual luminosidad blanquecina, que hacía perfilar entre graciosas sombras cada objeto de mi habitación. Vi a la luna llena sobre el firmamento, que centellaba resuelta entre brillos casi sobrenaturales. Mi mente seguí danzando en círculo, dando unas locas vueltas sobre sí misma, como si tuviera vida propia, en rebeldía con su dueña. Después, sin embargo, recordando el rostro y la sonrisa de mi padre, me dormí.
Me quedé dormitada con bastante facilidad aquella noche. Con las cortinas corridas, la casa permaneció oscura y silenciosa toda la noche, como si en su interior hubiera dormido el sueño de la virtud. Las cosas estaban raras. Al soñar parecía vivir y al vivir estar soñando. Desde la muerte de mi padre, todo andaba revuelto y raruno.

Cuando desperté al día siguiente, mis ojos se posaron sobre la figura de cera de un pequeño búho. Una cucaracha correteaba por el quicio de la puerta. Sentí el peso que cargan los secretos sobre mi pecho y tomé aire con avidez. Era temprano, alrededor de las seis de la mañana. Me hallaba acosada por una revelación que quizás me había querido insistir desde los sueños: sabía dónde papá guardaba sus archivos privados. Documentos masónicos, que guardaba siempre bajo llave. Y algo me decía, que si no encontraba una respuesta entre los mismos, quizás ya nunca la encontraría en ninguna parte.

En mi mente resonó entonces una respuesta que pareció surgir desde el profundo y sabio pozo de los corazones humanos. En el caso, el mío propio: ¡necesitas una lengua perdida para comunicarte con las personas perdidas!

Demasiado a menudo, algo dentro de mí que no logro identificar  parecía darme una respuesta a ciertas dudas, decisiones o incertidumbres que cocían en mis adentros, inquietas. Desarrollé una teoría al respecto: la de que todos y cada uno de nosotros encerrábamos todas las respuestas a las cosas. Toda la sabiduría mundana y universal, parecía hallarse en nuestro propio interior desde mucho antes que nacemos.
Lamentablemente, siempre me daba por proteger mis absurdas teorías con el silencio. Eran tan solo las transcripciones paródicas de mis neuronas, demasiado inquietas, oclusivas vibraciones con las que me apremiaba yo misma, pero que no debían salir de mi interior. No estaban hechas para discutirlas con alguien experto, sólo se habría reído.

Optimista, me dirigí al despacho del sótano. Intrigada hasta la espina dorsal, cogí la pequeña llave que guardaba en el último cajón de su escritorio y abrí con éxito el archivo empotrado en la pared. Compulsivamente y de puntillas, fisgoneé entre las carpetas.
Una hoja con un enorme círculo dibujado, me repicó en la vista y la separé del resto de documentos: ¡Siiiiiii! Allí estaba: No era un solo círculo, había dos. En el primero se hallaban las letras del alfabeto tradicional y en el contiguo, el alfabeto masónico, justo debajo de cada letra.
¡Ahí estaba la llave maestra para el "cofre" del secreto! Sólo tendría que traducir con paciencia todos los signos. Calculé que me llevaría tan sólo una tarde de trabajo. ¿Además qué importaba ese tiempo? En mis ojos comenzó a brillar la perspicacia, a medida que iba transcribiendo cada palabra. Y cuál fue la sorpresa al hallarme nuevamente ante una epístola dirigida a mí.

Tragué saliva y comencé a leer, mientras el tiempo parecía transformar sus segundos en letras legibles. Los minutos, cada uno de ellos, minutos en palabras descifradas; el tic tac del reloj sobre la pared era la medida de mi tinta, avanzando sobre la hoja. Tan absorta me tenía mi labor, que puedo jurar que vi detenerse, tras una breve pausa, las manecillas de aquel viejo reloj de cuco, como si obedeciera a leyes distintas.
Cuando llegué  a traducir más o menos dos tercios de los garabatos, me detuve para leer el conjunto del trozo de texto que ya había adquirido sentido:

Querida Hija:

Lo que has alcanzado a ver con fugacidad, es, en realidad un secreto cautelosa y celosamente resguardado de la humanidad. Así lo hicimos, nosotros los Masones, durante siglos y antes que nosotros fuéramos sus guardianes, lo fue un caballero anónimo, a menudo confundido con Christian Rosenkreuz, ni mucho menos el primer caballero Rosacruz, quien optó por hacer público el secreto durante su breve existencia.
Yo siempre me he opuesto a no transmitirlo a los demás, opinando que estábamos privando a la humanidad entera, a las generaciones venideras, de un derecho original, del que ya fueron desprovistos todos nuestros antepasados y que, a causa de la incertidumbre, el dolor y la tristeza que se les hubiera podido ahorrar, de haber tenido conocimiento del secreto, no hubieran vivido en la ignorancia, con la certeza de haber perdido a sus seres queridos para siempre al fallecer, llorando sus pérdidas, ahogados en la aflicción. Yo siempre sostuve la teoría, que en realidad éramos unos Ladrones.
Nos habíamos guardado el as en la manga. Un as abrasador. Un puente, ese que une la vida con la muerte, los muertos con los vivos. El mundo con los mundos. Y ese puente no tan solo pertenecía a los Masones de entonces.
En el principio de los tiempos, el secreto estuvo en boca y en manos de todos y cada uno de nosotros. Vivos y muertos se comunicaban en harmonía entre sí, divididos los unos de los otros por los diversos mundos y conversando mediante "el secreto". Así debía ser in saecula saecolorum, y de no haber ocurrido un lamentable suceso, que te relataré en otra ocasión porque por ahora no debo confundirte todo seguiría como entonces.

¡Imagínate ahora si puedes, estimada hija, tu estancia en un país extranjero, el cual no pudieras abandonar de ninguna de las maneras! Al no existir en él ni los aviones, ni los trenes, ni coches, ni barcos para desplazarte, no habría manera de poder saber de tus seres queridos. En tal caso, la única forma para comunicarte con quienes se hallarían lejos de ti, serían las cartas o el teléfono, ¿me sigues?

Imagínate que de ese país del cual te hallas, nadie reconociera el idioma que en él se habla y que tú forzosamente debieras utilizarlo para comunicarte. ¿Qué harías entonces?
Si, exacto.., lo que estás pensando: le harías entonces llegar un mensaje en ese idioma a tus seres añorados, en la esperanza que lo reconocieran, y eso es lo que le ocurrió exactamente a nuestro caballero, el falso Herr Rosenkreuz, a quién se le reveló un extraño abecedario en sueños, al soñar con su esposa muerta.
La muerte había truncado el intenso amor que unió a ambos en vida, pero también fue exactamente ese amor que venció las cadenas de la muerte, para llegar a comunicarse con su amado. Y así sucedió como se recogieron las letras que ahora tratas de descifrar: el alfabeto masónico en apariencia, una lengua de otro mundo, un Írdin, en la realidad, querida.

La frescura de tu mente, tus respuestas virginales ante la vida, el hecho de que aprendas todo sin unas ideas preconcebidas, la eterna nobleza de tus intenciones, y la absoluta blancura de tu corazón, hoy te nombrarán heredera del mayor secreto del Universo: poner en tu conocimiento el hecho de que existe una lengua para comunicarte con nosotros, los que desde tu estado llamáis los muertos. 

Al terminar de leer las palabras de mi padre, reunidas hasta ese punto, sentí como una mano invisible me estaba estrujando el pecho y los pulmones, tanta presión sentí en mi interior, que no sólo dejé de respirar, sino que logré ver el cielo ennegrecido. Boquiabierta, las dudas nacieron y murieron en mis labios sin ser nombradas, mientras un agudo y convulso mareo se tragó todas mis exclamaciones.

¡Vamos al lago! –La cascabelada voz de mi sobrina Svenja, sonando paredes afuera me arrancó del trance −.¡Sal, tía, sal! Vamos a jugar con la barca.

Suspirando me abrí paso escaleras arriba, tomé a la pequeña en brazos y la zarandeé en el aire. Corrí de la mano de mi impaciente sobrina hasta alcanzar la orilla del almarjal cercano a casa.                                                                                                                                                                                     
El sol pareció herirme; la inmensa superficie del pantano me causaba ceguera. Hubiera necesitado agazaparme en un rincón oscuro, no ver, no oír, y al instante viré, metiéndome entre las sombras de un arbusto. Mi sobrina no fue muy lejos. La proa de su barquito se hundió entre las cañas, y la indomable, se dejó caer en el fondo de la oxidada embarcación con la cabeza oculta entre las manos.
−¡Ven a jugar al escondite conmigo y con el abuelo! –Con el abuelo…Me quedé de piedra. Por un largo tiempo callaron los pájaros, cesaron los ruidos en el cañaveral; como si la vida escondida entre las cañas enmudeciese estremecida por un imposible afirmado en boca de mi sobrina de nueve años.







II
                               Voces
Invisible es el ser que domina, invisible es la voz que guía.
Ernst Fischer

Svenja, ¡dime que te has inventado eso de que el abuelo está jugando contigo! –le espeté a mi sobrina, con los brazos en jarras. Ella ni caso. Reía y gruñía, como si en efecto, hubiera alguien con ella. La proa de la raída embarcación rompía los carrizos al separarlos. Se abrían las altas hierbas para dar paso a un barquito que portaba a mi sobrina sobre la proa, riendo cada vez más alto. Iba la mocosa a la ventura, corriendo por la superficie, redoblando sus esfuerzos como si alguien la persiguiese. Huía y se dejaba coger sin saber yo por quién, más allá de su poderosa imaginación. Como si sus imaginativos pensamientos bogasen a su espalda, persiguiéndola. Al poco, se quedó quieta y me hizo una señal con las manos, para que me acercase más.
−Me dice el abuelito que nos tiene que enseñar algo. Vamos, ¡entremos a casa! –Svenja me tomó delantera, saltando desde la proa a la empedrada orilla, luego sobre una pierna, para cambiar a la otra. Le seguí ojiplática, cual cordero sin decir ni pio. Bastaba ver a la chiquilla tan decidida, para comprender que ahí había algo más moviendo la baraja que la simple imaginación infantil.
Svenja se dejó resbalar por la barandilla que conducía al sótano.
−¡Abre tita! Tú tienes la llave…
Le obedecí aun sabiendo que mi sobrina no debería entrar en aquel lugar.
−Mira, tía, ¡ahí! ¡Está ahí dentro! –Svenja apuntaba con el dedo índice con ambas manos, repleta de entusiasmo.
La inteligencia y vivacidad de mi pequeña sobrina despuntaban en ocasiones tanto, que temía que en vez de venir con aquel pan virtuoso bajo el brazo, se lo acabara por comer a destiempo.
−Dice el abuelo que te quedes con el libro –la chiquilla, impaciente, tiró de la cajonera y pude ver un compendio tan grueso, encuadernado en piel oscura, que calculé no bastaría tres años para leerlo al completo.
Perdí cabalmente la noción del tiempo y no recuerdo cuantas horas o quién sabe si un par de días, me quedé sentada en la posición de loto sobre el suelo de moqueta del despacho de mi progenitor. Cuando recobré la plena consciencia de la realidad –cercanos de mí los contextos cotidianos, ausentes de sucesos mágicos− vi a mi sobrina jugar a fútbol desde el ventanuco del sótano con mi hermano.
−No lo rompas –advertí a mi sobrina, señalando la ventana encima de mí cabeza mientras ambas reíamos ladinamente−. Ella respondió –Liii,liii,liiiiiiiiiiiiii –con un grito agudo. La vivacidad de la pequeña me recordó a mí misma a su edad y me cuestioné que quizás en aquel libro se hallaran respuestas claras del motivo de aquella simbiosis emocional entre todos los que éramos de la familia. Todos estábamos siendo, habíamos sido “los raros”, los “diferentes”, los de los talentos dispersos, vistos desde ojos ajenos.

Tras un lapso de tiempo, como dije antes, imposible de definir pues me pareció más de medio día levanté los ojos de las letras y lo vi todo borroso. Sentí como entre las palabras asimiladas y mi percepción operó un sutil cambio. Algo que manipuló la realidad, transformándola de cotidiana a irreal para cualquiera con un mínimo de cordura. Súbitamente me levanté del suelo, tras percibir una corriente de aire proveniente del hueco de la escalera. Escuché un crujido. Entonces presté oídos y llegué a la conclusión de que alguien bajaba por los peldaños. El rumor avanzó hacia abajo y luego se detuvo.         
No vi a nadie.
¿Fantasmas? ¿Imaginación? La inevitable explicación a todo lo extraño en aquella casa y en los núcleos de nuestra familia se sucedió a las palabras que acababa de leer durante horas. De ser ciertas y no ser pura fantasía épica.
De tratarse de certezas, todo lo que había leído entre aquellas páginas raídas acerca de nuestra estirpe, conllevaría unos cambios radicales en nuestra normalidad.

Maldije entre dientes tal absurdo descubrimiento, mas ya no había remedio. Leído quedó. Lo importante no había sido demasiado extenso. Al sobre pensarlo todo, esbocé una sonrisa confusa. Si. Un oscuro complot parecía cernirse sobre nosotros, y nuestros bien amados e inocentes miembros de familia, apresados todos nosotros entre las redes de unos antecedentes ocurridos milenios atrás.

Cuándo un héroe de otro mundo, vencedor de mil combates de benevolencia, de caridad, cae en una trampa cavada para él por simple equivocación, ¡oh, qué consecuencias implican tal circunstancia para el resto de nosotros, nacidos tras los años uno tras otro…Incitándonos a mantenernos a la guardia en todo instante. De por vida y de por vidas.
Muchas fueron las páginas de afectuosa prevención que uno de mis antepasados había dedicado al tema, escribiendo aquel libro que yo sujetaba entre brazos temblorosos. Aquella patraña ahí plasmada en parte ya recogida en otras muchas escrituras tempranas, en parte y con total seguridad, leyenda tenía mucho que ver con los míos.

Fue a la altura de la página quince dónde comenzaba nuestra hipotética particular historia familiar. Ilia Winter van Deesthovan, nacida el doce de Enero de 1746, había dado a luz a un niño, al que se le otorgó el nombre de Fransiscus. La criatura conservó el apellido de su madre, ya que las apariencias confirmaban a un niño cuyo padre preservó el anonimato. Un hijo ilegítimo…Eso sería todo un escándalo en la época, hube cavilado. La realidad era bien distinta: el padre fue una criatura “celestial”, de la categoría de los,                                                                                                         
 »caídos.                                                                                                                      
 O al menos esas definiciones me eran conocidas a través de las escrituras populares. En realidad, según nuestra crónica familiar se trataba de seres de otra consistencia física, de otra composición atómica que los propios seres humanos. Criaturas de otro mundo. Todo lo que yo ya conocía del Génesis adquiría sobre las hojas pardas de aquel papel un nuevo y sombrío significado. Al menos eran sucesos que también hacían constatar nuestro particular dietario familiar. Y ahí muchas crónicas coincidían y se congregaban, como ya dejé dicho.

Fui a situarme nuevamente ante el espejo que pendí sobre la pared, como si ya no pudiera creerme el reflejo que tantos años me había sido de lo más familiar. ¿Quién éramos? ¿Quién era yo? ¿Una locura todo lo descubierto? Permanecí un rato en silencio. Porque al contemplarme ahora…No logré ver mi reflejo en el interior del espejo. Eché la culpa al reflejo de la nieve en mis pupilas, que las taladró desde el reo espejo. Me sentí en un cuerpo líquido o cómo si alguien deslizara jarrones de agua por él.

Por mis venas fluía supuestamente una sangre corriente, como la de cualquier otro ser humano. Rhesus negativo y del grupo A.  Pero era la conjeturada consistencia el alma, la que todos llaman “alma”, pero que, a efectos cuánticos tenía también materia, distinta y habitable en más de un mundo a la vez,  la que había heredado yo y todos los otros, de generación en generación. A la cabeza me acudieron las teorías físicas propuestas por Calabi-Yau, que hablaban de posibilidades materiales distintas situadas en dimensiones arrolladas adicionales en nuestra materia conocida, que daban lugar a propiedades físicas encubiertas y distintas.
Hechos estábamos de ese modo todos en el fondo, hombres, animales, bacterias de varios cuerpos materiales. Como si de una cebolla se tratara.

En el caso de mi familia, se trataba de algo más: desde el ánima de mi lejano antepasado, Franciscus, venía conservándose esa esencia puramente “angelical”, la misma que el resto de seres vivos reconocen tan sólo tras la muerte física. Pues no teniendo empleo ni uso en el mundo actual, no debía hacer ninguna función biológica en él. Salvo al trascender al siguiente universo. Con nosotros el asunto era distinto.                                               
 Hacíamos cierto uso ya desde ésta densidad física de nuestra siguiente consistencia atómica. Así muchos de nosotros fueron perseguidos como brujos, magos, hechiceros. Temidos por peligrosos. Tenidos por mágicos, por las variadas facultades adivinatorias o curativas. Siglo tras siglo mis familiares habían notado que no encajaban de la misma manera en el mundo físico como los que les rodeaban. Lo que, a efectos del resto de mortales, les convertía en raros, solitarios, repudiados y peligrosos.

Habían aprendido seguramente, tal y como yo,  a vivir con ello, a callar sobre ello, a condenarse con ello. El hecho de haber heredado una consciencia universal de las cosas, la certeza de reconocer con seguridad las verdades y las mentiras, leer las mentes de personas y animales, discernir lo importante y lo concluyente de lo que no lo era; a menudo les habría hecho sufrir enormemente. Tal cómo yo sufría al ver, comprender y tener que callar. Por no mencionar lo que le esperaría a mi pequeña sobrina.

¿Y qué había de aquel asunto de hablar con los muertos? ¿También se trataba de una mera cuestión cuántica de nuestra condición? ¿De qué podría servirme ahora una lengua para hablar con los del otro mundo, si no podía hacerlo- a mi manera- con los vivos?

Yo vivía en un mundo dónde se prescindía de todo lo que era importante, en el cual reinaba la absoluta confusión babilónica de lenguas habladas prescindiendo del corazón. Una Babilonia antigua y perenne, dónde nadie sabía por qué hablaba, dónde nadie sabía para qué respiraba. Y yo, que era conocedora de todas las lenguas, debía permanecer al margen como una simple espectadora, sin poder intervenir, porque así se nos exigía, según aquel tocho heredado de mi padre.

Yo quería calmar las aflicciones del mundo. Abrazar al confundido, al malhechor y al errante. Deseaba susurrarles respuestas al oído, si no de día, de noche mientras dormían, entre las lindes de un sueño; pero tampoco era posible, porque yo tenía que seguir pagando el pecado de aquel ser desterrado y ancestral. Para mayor Inri, después de mí, otros debían seguir con la misma condena.
En absoluto me hubiera molestado renunciar a mi vida, con tal de entregársela al mundo. Sumergirme hasta la profundidad en las historias ajenas. Pero por mucho que yo soñara acerca de una realidad distinta, no podía escapar de mi misma, mientras presentía desde mi nacimiento la aproximación implacable de cualquier destino osado, incluido el mío.

Ante la ventana abierta compuse una mueca perpleja, mientras vi a Svenja chutar el balón con saña. Intenté imaginarla de mayor, cargando con aquel pesado plomo.
El secreto.                                                                                                                                       
Mi madre se paseó por el jardín, cuchillo en mano, dispuesta a cortar unos cuantos canónigos para la temprana cena. Se detuvo, empujó un poco el marco del ventanuco entreabierto y le dijo al aire de dentro  »Sed felices dónde estéis. Sé que podéis oírme.

Tras un breve desconcierto por mí parte, la otra fémina, mi pequeña sobrina, se acercó a la ventana y me sacó la lengua. Me eché a reír.
¿Acabaste de leer el libro gordo del abuelo? Gritó desde fuera. Yo negué con la cabeza. Los ojos verde azules de Svenja que eran grandes lunas, con toda la luz de la mañana, destellaron como diamantes afilados, sosteniendo su mirar como de costumbre; insolente y achispado.
¿Es verdad que somos ángeles, tita? Al escuchar esas palabras en boca de Svenja, me sentí como si acabara de escuchar un chiste. Un chiste bueno pero estúpido.
¿Te lo dijo el abuelito? Mi sobrina no contestó, ocupada en cazar la pelota que vino por el aire en su dirección, tan sólo se limitó a asentir con la cabeza.
Caminé en círculos por el habitáculo enmoquetado. Mis pasos chirriaban un poco sobre el entelado. Me estremecí bajo un aire frío, con olor a sótano, extermina cucarachas, cerrado y de siglos.

Tras cierto vacile, le hice caso a mis intuiciones y me acerqué nuevamente al escritorio de mi padre.
Ahí acomodé mis posaderas sobre la silla giratoria y me apropié de una hoja de papel en blanco que comencé a llenar frenéticamente de palabras, escritas en la supuesta «lengua de los muertos». Ensayé los sonidos que acompañaban cada sílaba. Tuve que intentarlo varias veces, hasta finalmente entonar la transcripción fonética que había empleado mi padre en vida. Al cuarto y al quinto intento, me empezaron a asaltar las dudas.

¿Era correcto? ¿Mi pronunciación era exacta? ¿Y si una letal toxina de olvido hubiera envenenado para siempre mis recuerdos? Susurré insegura lo que tenía escrito sobre el papel, aguardando a que mi memoria diera en el clavo. Jugué con la acentuación, estiré mi voz reiteradamente sobre la entonación. Las palabras estaban siendo un mantra sonoro, con la fuerza ondulante de un tambor, quizás capaces de mover a saber qué puertas o conductos materiales…

¿Estaba perdiendo el tiempo? No funcionaría. Deseaba hacer una pelota con el papel y lanzarla a una esquina. Pero entonces, justo al segundo, ocurrió algo desconcertante: cuando hube pronunciado el nombre de mi padre, también escrito en el extraño lenguaje, sentí el roce de un dedo detenerse sobre mis labios. Asustada, miré a mi alrededor, pero no había nadie conmigo. Seguí escribiendo, seguí hablando; palabras dirigidas a mi padre.

Mi rostro pareció partirse en fragmentos, tensado por la espera.

Pronunciada la última sílaba, mis oídos presenciaron las leves vibraciones de una voz. Escuché absorta. Sobrecogida. ¿De qué tretas se estaba alimentando mi consciencia para estar pergeñando esos sonidos?
El  timbre de la voz mí padre carraspeó en la semipenumbra, aporreando dolorosamente mi pecho: me estaba contestando desde la nada.












III
El secreto
A quien dices el secreto das tu libertad.
Fernando de Rojas



¡Papá..! Carraspeé con el corazón a punto de explotar. La ansiedad por saber de mi padre, por hacerle infinidad de preguntas en poco tiempo; con temor a que su voz volviera a disiparse en cuestión de unos pocos instantes, hacía la nada profunda me hizo tartamudear. Pero ahora, entre aquel preciso suceso, le tenía devuelto y eso me producía una creciente y desconcertante sensación de euforia. Su voz penetró en mi mente, dolorosamente, plácidamente, disolviendo de sopetón la infinita distancia que depara toda muerte mediante una tremenda detonación, que retumbaba en los ecos de mi credulidad. Escuché, como sumergida en un sueño, como a lo lejos en alguna parte, se había disparado la alarma de un coche, lo que me hizo cerciorarme que no estaba soñando. El ruido se prolongó por unos momentos, luego enmudeció bruscamente. Reflexioné sobre una larga lista de posibilidades. De todo cuanto estaba sucediendo estaba siendo irreal. Pero rápidamente descarté la locura como respuesta. Pellizcarme, tampoco me ayudó en nada. Al fin abrí la boca para responder. No importaba si estuviera hablándole a un espejismo.

¿Cómo estás, Papá? pregunté con ojos llorosos por la emoción.
Muy bien, hija. Esto no es tan malo como pensáis por aquí. Sabes, el tiempo en éste mundo no es relevante, ya que su percepción es puramente orgánica te lo cuento por si no lo sabías las células humanas disponen desde sus inicios, nuestro nacimiento, de un mecanismo, un reloj interno, que cronometra los hechos y las situaciones, pero no llega a desarrollarse hasta aproximadamente los cinco años de edad. Por ello, al fallecer, nos liberamos de esa capacidad ya que aquí, te lo puedo asegurar, no es necesaria. Nosotros… ¡tenemos tooodo el tiempo del mundo! Las tan familiarizadas carcajadas de Papá resonaron por los aires, ingrávidas, luego prosiguió. Además de eso, tenemos la plena libertad de estar dónde nos plazca, y en la época que deseemos. Pero todo esto ya lo descubrirás, Ilia.
¿Cómo…? Quise interrumpirle y protestar.
¡Yo no era Ilia!
¿La muerte le había hecho olvidar mi nombre? Papá silenció mis labios y ahora sentí el roce de sus dedos de nuevo. Su consistencia material rozar la mía.
¡Pssshhhht, mi niña, despacio, despacio! Ahora en primer lugar debes averiguar algo acerca de nuestros inicios, acerca de ti misma; relevante, importante, para descubrir cómo proseguir con todo esto.

Las palabras de Papá todavía resonaron por la habitación, cuando de pronto una hipnótica somnolencia parecía apoderarse de mi mente y de mi percepción, viéndome obligada tras tambalear por mantenerme de pie a reclinarme sobre la cama. No recuerdo el tiempo que pasó, pero comprendí haber caído en un profundo sueño, en el cual fui seducida por unas extrañas visones; toda mi percepción cambió. Sentí la presencia de mí padre, podía verle, ¡al fin!, me sonreía, mientras me vi transportada, sacudida a través de un deslumbrante túnel. Relámpagos brillantes chispearon en la oscuridad, una fuerza descomunal me parecía estar sacudiendo cómo si me hallara en el interior del tambor de una lavadora un agujero en el tiempo quise suponer. O tal vez un traslado de un estado material a otro, a una escala totalmente distinta.

De pronto, mis capacidades sensitivas tomaron otro matiz al acostumbrado: una identidad diferente se apoderaba de todo mí ser, ésta parecía poseer mis sentidos, transformar mi alma y mis recuerdos. Y entonces ocurrió lo siguiente:

«Un puño, que se me antojó de acero, golpeó violentamente contra un portón, seguido de voces, barullo. Tres hombres que luego reconocí como tres sacerdotes y un obispo permanecieron a la espera a que yo abriera la puerta, con tal de no verse obligados a tirarla abajo. La agitación producida en mi interior se transformó en un hueco silencio, hasta que el eco de sus voces, repicó al interior del caserón.
¿Ilia…? ¡Abre la puerta, en nombre de Dios y de su Santa Iglesia! Un vozarrón de ultratumba había pronunciado mi nombre, transformado en un oscuro grito.

Mi corazón no mostró ninguna sorpresa, al llenarse con un esperado temor ante la sospechada gravedad de aquella visita. Rogué a Dios, que el interés de esos religiosos al reclamarme, fuera otro distinto al que yo estaba conjeturando. Una neblina de espanto acompañaba a aquellos clérigos así lo supe a su paso, y el aire a su alrededor parecía volverse irrespirable y tenebroso.

Sin mediar palabra, abrí lentamente el pesado postigo, bajando aturdida la mirada al suelo.
¿E…en qu…qué puedo servirles? Tartamudeé.
La despiadada mirada del obispo De Arsenal así se presentó se detuvo burlona sobre mis pies descalzos y sucios, mientras que yo advertí con horror el emblema de la inquisición bordado en sus faldones. Sin tiempo de obtener contestación, me asentó un fuerte golpe en el estómago, que me produjo una dolorosa sensación de ahogo, y dejé escapar un afligido grito. Traté de revolverme, chillando alarmada, pero ya no pude evitar que las manos del hombre se hicieran garras, hincadas entre mis carnes, quedando completamente inmovilizada.

¡No pongas dificultades a nuestra misión, Bruja! Con o sin declaración, arderás en la hoguera.

Uno de ellos desenfundó una larga y brillante daga, que relucía afilada como un sable, exigiéndome que me mantuviera quieta. En un rápido movimiento, rasgó las telas primero las mangas, luego los faldones y el talle de mi largo y blanco vestido, que siempre optaba por llevar puesto todos los viernes, día de la reunión con mis amados difuntos. Hincó la hoja de acero en el tejido hasta dejarlo hecho jirones sobre mi arañado cuerpo. Entonces vi relucir en sus ojos una inexplicable furia. La ira le lanzaba hacia fuera sus redondeados ojos de sapo, en un gesto de incontenible rabia.
¡Arrancadle vosotros el resto! Aquella orden surgió de unos fríos y rígidos labios sin vida.
Mi aterrorizada mirada cabalgaba desbocada entre los ojos de los hombres, desde uno hacia el otro, con el mudo ruego de que no obedecieran.
Tal y como me trajo mi madre al mundo, permanecí expuesta ante sus burlonas, grotescas y lacónicas miradas, mientras gruesos lagrimones de indignación abandonaban mis ojos.
De nada te servirá lloriquear, ¡maldita zorra del diablo!
Mi cuerpo temblaba de frío y de vergüenza. Uno de los presentes desplegó un panfleto púrpura y se dispuso a leerlo con solemnidad:
Hoy a día 12 de Febrero del año del señor de 1762, y por orden expresa de la Santa Iglesia y en nombre su Santa Inquisición, quedas arrestada por ser denunciada de practicar la brujería. El cura parecía estar improvisando a su parecer el mensaje que supuestamente estaba escrito sobre el pergamino. Un testigo ha afirmado haberte visto asiduamente coincidente en viernes practicar unos extraños ritos entre los campos de avena contiguos a los suyos, mientras te ha escuchado entonar rezos y cánticos en un extraño y desconocido idioma. Al escucharte, parecías moverle las entrañas con esas resonancias, quedando al punto del vómito. Ha asegurado que unos ásperos murmullos las huestes de Satán te contestaban de entre la oscuridad. Todo esto coincide con que llevabas puesto ese maldito vestido blanco; cual novia de Satanás, vestida para la ocasión. Por ello lo que hemos hecho, es desgarrarlo muy justificadamente.
Quedas detenida bajo la custodia de nuestro santo oficio y que, debido al grado de tu culpabilidad y ante tal gravedad de los hechos, serás destinada a la hoguera, sin la necesidad de un juicio previo.
¡Esto es un atropello! Grité desesperada. No obstante, comprendí de inmediato que la risueña mirada del obispo De Arsenal reflejaba en su brillo un especial y despiadado halo, y que, debido a su sádico y cruel talante, en nada se atenuaría aquella infamia: mi próximo destino.
¡Procedamos a la inspección de sus bienes! Entrad en sus aposentos, poned la casa patas arriba! Vociferó De Arsenal victorioso, dirigiéndose a los clérigos, espectadores hasta ese instante, que comenzaron a desaparecer en el interior de mi vivienda.
¡Sucia perra carroñera! Me espetó violento, cuando yo ya había advertido además el acento lascivo en sus ojos.
Maldita furcia del demonio Me lanzó aquel insulto jadeante, con la respiración entrecortada por su creciente excitación, al advertir mi inconsolable impotencia.

Cuando mis inocentes ojos se cruzaron con los suyos, supe de inmediato las intenciones que albergaban aquellos círculos negros y redondeados de tan solo unas escasas pestañas:
De Arsenal me escupió en la cara, mientras su febril rostro sudó unos inmensos goterones.
De un solo tirón se deshizo de la hebilla que sujetó su hábito, liberando su reprimida virilidad, tirándome al suelo de un empujón. A continuación, otro miembro de la orden salió del interior de la casa, imitando su reacción en toda su lascivia latitud.                                             
Ambos comenzaron a abalanzarse sobre mí, a poseerme como animales rabiosos, proporcionándome golpes y puñetazos interminables, inagotables. Sentí el desgarro de mil dagas rasgarme el alma.

Me tiraron de los cabellos con una fuerza descomunal, arrancándolos a puñados. Vi como revoloteaban por los aires como plumillas de una gallina desplumada.

Se lanzaron a embestirme una y otra vez. Por turnos. Observé la untuosidad de mi sangre invadirlo todo. Era la muerte misma abriéndose paso desde la vida hasta mi intimidad. Vi cuchillos y tenacillas. Sudor y saliva. Un retazo de luna brillaba como una hoja de acero. Y no, no era la luna. Era la hoja de un cuchillo desgarrándome la matriz. Dolor, dolor, dolor. Hasta que finalmente perdí el conocimiento a causa de la indescifrable, insoportable dolencia que ardía y abrasaba mi bajo vientre.
Desnuda y ensangrentada de cintura para abajo, mi desgarrado cuerpo descansó en el desmayo, despertándome de nuevo a mi calvario, maniatada sobre una vasta cruz de madera. Entre la cruenta sucesión de escenas que presenciaba y que me presentaban los aldeanos reunidos a mí alrededor, reconocí a unos ojos oscuros, amables. Su cabello hirsuto y completamente blanco, pese a su juventud también me era extrañamente familiar. Todo en aquel afable caballero parecía quererme brindar ánimos entre la neblina de mi semi consciencia.

Decidido y, para mi sorpresa, aquel hombre apareció de la nada acercándose más a mí, como si se hallara levitando sobre su caballo. En cuestión de segundos lo tuve delante, liberándome de las ataduras a golpe de sable. Aupándome a su res, me susurró entre los gritos indignados de la gente, que estuviera tranquila, que yo ya estaba a salvo y que su nombre era Daniel.

Pude recordar, que me alertó el extraño brillo de sus ojos, aquel jinete no parecía proceder de este mundo.

Juntos, a salvo, desaparecimos en el tiempo, en la nada, y desperté.»



Aturdida, me recliné sobre el respaldo del gran sillón en el cual había sucumbido a aquellas visiones. Con la boca pastosa y un hilillo de saliva resbalándome por las comisuras, resonaban aun en mí mente las intermitencias de las espantosas imágenes que había revivido y que de pronto reconocí −nuevamente consciente de mi realidad actual− como vivencias reales del pasado: mi propia vida en otra época.

¿Ilia van Deesthoven no había sido tan sólo mi antepasada, sino que yo había habitado en su cuerpo?
¿De qué iba todo esto?
¿Vidas paralelas, sangre humana mezclándose con esencias angélicas? ¿Encomiendas relevantes? ¿Adeudos magnánimos de los que dependía la humanidad? ¿Y yo −a la que las responsabilidades cotidianas ya le parecían más que suficientes cargas− la clave de todo ello? ¿O quizás alguien más?

No pude reprimir un agudo grito, un chillido desesperado, un sonido abatido y exasperado, formando una protesta inservible sin eco ni respuesta alguna, a la que le siguió un llanto espantoso, irrefrenable. Entonces lloré como jamás lo había hecho antes: asustada, temerosa, espantada y recelada.

¿Por qué yo? ¿Por qué no cualquier otro ser viviente? ¿Por qué razón yo no podría sencillamente envilecerme hasta el extremo de no  admitirlo, hasta el punto de deshacerme de toda responsabilidad aunque se me tildara de cobarde? ¿Por qué no podría pasarme la existencia entera, tal y cómo se les permitía a los demás, tratando de vivir trivialmente la cotidianidad?

Sentí un agudo dolor en mí interior. No era suficiente todo el sufrimiento por el que había pasado hasta ese instante, viendo vidas rotas a mí alrededor, seres queridos muriéndose, dificultades enredándose con mis vivencias; que ahora toda mi vida se vería envuelta en una complicación añadida cuyas consecuencias no lograba abracar con mí imaginación.
Mí vida de pronto me pesaba como una losa descomunal. La pesadumbre se extendía en mí corazón como una alfombra negra, que se iba desenrollando cada vez con mayor rapidez. No era un padecimiento de esos que a una le hacían tirarse de los pelos, sino que más bien era el tedio que todo lo abarcaba.
Mi corazón de pronto era el interior de una habitación, cuyo mobiliario −siempre en el mismo lugar, reconocible a tientas−  había cambiado de sitio y algunos muebles habían sido sustituidos por enormes estantes, que me escondían los guiones de mi propia vida en los últimos anaqueles, sin verme capaz de alcanzarlos.
¿Cuál sería de ahora en adelante mi ubicación en el mundo?

Maldije en voz alta a mí estirpe, a los ángeles que es como llamábamos en el mundo a los de los otros mundos,  a Dios y a mí padre y −tras concienciarme que éste ya no parecía responderme− por unos momentos sentí que todo aquello podía haber sido un mal sueño, una alucinación producida por mis doloridas neuronas y que quizás, con algo de suerte, no era más que eso.
Durante los días siguientes a aquellas −probablemente ilusorias− revelaciones, había perdido el apetito casi por completo. Pero más que dejar de apetecerme la comida, mi negligencia a alimentarme fue debido al mismo sabor de mis lágrimas, que parecía estarme alimentando, mientras los gruesos goterones de la autocompasión, no dejaban de resbalar por mi pálido y abatido rostro. Mi cuerpo ya no pesaba. No me lograba sentir las manos ni tampoco las pulsaciones.
***

Bastarían solo unas pocas palabras por mi parte para completar este relato y hacerlo desaparecer para siempre en las negruzcas simientes de un cajón cerrado por el tiempo.

En lo que a mí se refiere, debo decir que los días que le siguieron a éstos sucesos, despertaba totalmente traspuesta, como con un pie en la muerte y otro en el agua o como bajo los efectos del opio. De lo que acaeció después no creo que nunca hubiera debido dar cuenta en detalle. Pero lo escrito, escrito queda. Y los cajones cerrados son débiles tumbas ante manos curiosas. Más aún cuando esas manos son las de una niña de nueve años en la que hierve la sangre del mismo modo en el que a mí me hirvió por ser quiénes éramos.                                                                               
Limitándome a las consecuencias, sólo tengo que decir que mi sobrina y yo nos entendimos recíprocamente antes que una sola palabra explicativa hubiera sido dicha por ambas partes.
Renuncio a detallar, como así también Svenja se negará a ello, la extraordinaria celeridad de nuestro entendimiento ante “el secreto”. Porque así lo comenzamos a llamar desde entonces: el secreto. A secas.







IV
Mundos paralelos
Puede que haya por lo menos mil universos paralelos allá afuera.
Max Tegmark
Al escribir ésta historia nuestra, yo hago mi parte y quedo en paz. Otros desconocidos, sin nombre, renunciando a su identidad en el mundo harán lo propio, indispuestos a huir ante el rostro de la tiranía de la incomunicación que lleva las riendas de éste mundo nuestro. Mis sueños han concluido en los sueños de los otros que habitan este mundo, por los cuales viví y hubo latido mi corazón.
¿Pero qué me hace estar tan patidifusa? ¿No era exactamente lo que quería, que mi vida entera estuviera preñada de sentido? ¿No estaba ahora a punto de reventar de significado? ¿No era lo que había deseado desde siempre? ¡Porque, ay, la realidad no había sido más que una burbuja de falsas ilusiones y ahora me estaba aguardando el clímax de mi crónica vital, el opus magna : devolver a la humanidad −que a punto estaba de estallar debido a la falta de significado vital– ¡el nexo perdido entre la vida y la muerte! Pues la humanidad en la actualidad estaba literalmente enloquecida debido a las falsas esperanzas, a que debían vivir sus vidas desprovistas de sentido. Porque éstas comenzaban y acababan sin saber hacia dónde confluían y yo debía mostrarles −porque así se me exigía –la fuente burbujeante, el principio de un río denominado existencia.
 ¿Era yo la que debía hacer las veces de cartógrafa de esas esperanzas ajenas o le tocaría a mi sobrina la parte más cruda? Estaría por ver.
Aquí abajo, en el mundo llamado “planeta tierra” nos hallábamos en una escuela para niños. Porque el mundo no era otra cosa. Pocos de los que recluidos vivían en la tierra sabían del acato de la belleza pura, de los arrobos platónicos, de los ideales del cielo. Para eso tendrían que aprender a vivir entre roñas y saberse conformar. Las cosas más sublimes dormían en las alcantarillas y se sucedían en la basura. Desconocen los vasos cuando más se derraman, más se llenan. Que lo menos es más. Y tener mucho, era tener muy poco. Recusar las reglas esenciales de las existencias no les venía dado por los ángeles. Ellos mismos obedecían más a sus deseos, a su egoísmo y vanidad que al sencillo mirar de cerca. Desventajas todas de la constante aspiración a lo insaciable. Cuando una ojeada a una simple calavera les daría respuesta. Dicho desnudamente, la muerte era una sabia maestra.
Un leve carraspeo tras la puerta evitó que siguiera por ésta línea de pensamiento. Me levanté y tiré de la maneta y ahí estaba Svenja con ojos burlones y el alma delicada como el pétalo de una flor en el viento. La niña estaba pálida y la sonrisa que me ofreció brilló tanto que eclipsó todo lo discurrido en mis sesos.
Mi sobrina era una muchacha muy efusiva. Pero no obstante altamente inteligente. Destacaba ante todo por eso. Por su memoria prodigiosa. A sus sólo nueve años de vida ya había memorizado todas las capitales, ciudades y ríos del mundo, entre otros detalles de geografía y ciencia. Muchas veces me veía en la obligación de calmarla porque su sed de conocimiento la desbordaba y era capaz de acabar con la paciencia de cualquiera, ya que Svenja no te cosía con preguntas, te las clavaba con dardos.
Svenja saltaba ante mí e hizo piruetas, vibraba llena de vida. Yo la calmé y la retrotaje a lo que me traía entre manos, cuando minutos antes me había preguntado acerca de un tema tan complejo como lo era geometría riemanniana. No era habitual que una chiquilla de su edad se hubiera detenido a estudiar esa parte de la teoría de cuerdas, en concreto la geometría cuántica, parte de esa compleja teoría que yo misma, hasta al menos los catorce años, no entendía ni por asomo.
−Te veo venir –le dije a mi sobrina mirándola con el rabillo del ojo−. No me preguntes nada. Deja que te explique unas cosillas de las que hay escritas en el libro gordo del abuelo que sé que lo estás deseando. –Le guiñé el ojo y se me echó al cuello, sonriente. Yo advertí en su rostro un tinte sonrosado que no me sorprendió, ya que cuando Svenja estaba contenta sus mejillas se volvían como dos manzanas maduras. Ella se dio cuenta de que yo estaba deseosa de hacerle confidencias.
−¡Vamos! ¡Siéntate aquí conmigo, Schatzi! –Le señalé un hueco en la moqueta dónde le coloqué un cojín. Me gustaba llamarla Schatzi, que en alemán significaba “tesorito” porque a ella le hacía reír.
Una vez acomodadas en el suelo, abrí nuestra crónica más o menos por la mitad. Miré a Svenja a los ojos, mientras le retiré un mechón de pelo de la frente.
−Sabes, quiero que tú también sepas todo lo que pone aquí y que además lo entiendas. Porque creo que algún día, tendrás que ser muy responsable con estas informaciones, trasladarlas a tus hijos, o a tus sobrinos, como yo ahora hago contigo. Schatzi, no somos como las otras personas, no lo vas a tener tan fácil y seguramente ya te habrás dado cuenta –vi cómo la pequeña se mordía una uña.
−Tita, ya sabes que en el cole me pegan y me llaman “ñoña”, “rancia”, “empollona” y cosas por el estilo. Con excepción de los niños de octavo, todos me evitan. Con ello en efecto que me he dado cuenta de que más vale sola que…
−Mal acompañada. Ya.. –Rematé yo−. No eres la única que se ha sentido así. Pues a mí me ocurría exactamente lo mismo. Pero no debes hacerte mala sangre por ello. ¿Recuerdas las palabras del Maestro? ¿Jesús de Nazaret?
−Perdónales porque no saben lo que hacen –contestó Svenja con voz de barítono.                                                                                                                
−Exacto. No hay que tenérselo en cuenta. Más vale sola y consciente de quién eres y lo que debes hacer, que fingir ser una de ellos y crecer infeliz coartando tus talentos y tu modo de ser, Svenja –le giré la cabeza hacía mis ojos y le mantuve el rostro entre mis manos−. Lo que hay aquí en éste libro puede seguramente abarcar toda la lucha humana por llegar al conocimiento del universo y la razón de la propia existencia. Todos aquí somos, cada uno a su manera, hombres, animales o seres como nosotros, buscadores de la verdad a través de la experiencia. Todos ansiamos respuestas. En nuestra escala evolutiva de la cima del conocimiento, cada generación se ha ido apoyando firmemente en los hombros de la anterior, buscando valerosamente la cúspide. No podemos predecir que alguno de nuestros descendientes vaya algún día a disfrutar del panorama completo que se vislumbra desde esa cumbre, pudiendo contemplar al elegante y vasto universo, a los mundos al completo, con una perspectiva de claridad perdurable. Empero, en la medida que cada generación, cada una de nuestras generaciones, ascienda en la escalada un poco más a lo alto, comprenderemos la aseveración del gran Jacob Bronowski. Él dijo que en toda época había siempre un momento decisivo de cambio, un nuevo modo de buscar y calibrar el universo. Y, viendo lo que ha llegado a nuestras manos a través del abuelo, sabremos que estaremos cumpliendo con nuestro deber, tú, yo, tu padre…Nosotros. Debemos aportar nuestro peldaño a la escalera humana, para que todos, un día alcancen las estrellas. Está en mis deberes, está en los tuyos.
−Tita, ¿entonces el libro habla del universo y de física cuántica o de ángeles? –Svenja se echó atrás y se alisó la blusa.
−Pues de ambas cosas, Schatzi. Revela cosas mediante la física, muy bien expuestas. Si hay una cosa que sale de esto −. Miré a mi sobrina con cierta gravedad −es que una teoría puede ser eminentemente comprobable, incluso si contiene entidades no observables dentro de ella.                                       
−Tiene que haber otros mundos, otros universos porque matemáticamente es probable. Yo no refuto eso –Remató Svenja.        
Aquí, en éste libro nuestro, se hallan propuestas de conceptos que no se teorizaron hasta trescientos años más tarde. Cómo por ejemplo que existen las dimensiones arrolladas. Campos materiales aparentemente vacíos entre partículas, las cuales son tan materiales como aquello que vemos y medimos ahora con los medios mundanos de la física aun primitiva. Pero que, no obstante, no podemos más que conjeturar pero no probar. El libro nos explica que todas las criaturas y toda materia posee en realidad, más “cuerpos”, más de sí mismo; verdaderas réplicas de otras consistencias materiales.
−Bueno, sí, estás hablando de la teoría de Calabi-Yau. Ya te dije que lo estaban dando a los alumnos de octavo y yo pedí los apuntes a un amigo y…
−Sí, sé que estás al día con el tema –reí y la zarandeé con afecto−. Pequeña Einstein. Te hablo que, realmente las cosas, nosotros y los mundos −porque ya sabes que parecen ser muchos− están compuestos del mismo modo que un abanico.
−Lo comprendo, Tita. Es como si sólo se viera un objeto, una masa, pero en la misma, se despliegan una suma desconocida de dobles. Vamos, tal cual si abrimos un abanico, ya lo has dicho bien. –Svenja me aleccionó con su vigor desenfrenado.
−Creo que poco tendré que explicarte que no seas capaz de comprender, Svenja. Cuando una cuerda se mueve, oscilando mientras se desplaza, la forma geométrica de esas sus dimensiones adicionales desempeña un papel fundamental para determinar modelos resonantes de vibración. Debido a que los modelos de vibración de las partículas más pequeñas, esas cuerdecitas de las que todo se compone, se nos manifiestan como masas y cargas de partículas elementales, podemos llegar a la conclusión de que esas propiedades del universo son fundamentales y están determinadas en gran medida por el tamaño y esa forma geométrica de las dimensiones adicionales –me recliné contra la pared y crucé las manos tras la nuca.
−Dicho de modo simple: todos esos campos con cargas y masas que se nos escapan y son vistas como masa nula, en realidad son materiales. Así todos y todo sería, en realidad sólo una parte de sí mismo. Cómo si aquí en el mundo tan sólo fuéramos un avatar de nosotros, habiendo dejado las otras partes en otros lugares. Somos y tenemos varios cuerpos materiales, situados a la vez en todos los mundos en los que nos movemos. El ejemplo del abanico me parece perfecto. –Svenja concluyó poniendo los brazos en jarras, imitando mi postura contra la pared.
−¡Touché y Eureka! Así es, Schatzi. Ahora, comprenderás que explicarle esto a la gente de a pie no es la tarea más fácil del mundo. Para eso están los físicos actuales. A nosotras más nos vale estarnos calladitas al respecto si no queremos que nos encierren en una clínica con chaquetas de fuerza. Además de ser todo como es, a nosotras, por una razón meramente genética nos ha tocado interactuar en éste mundo con varios de nuestros cuerpos, de modo que produciendo todos esos efectos colaterales que ya conoces, como la videncia, la mediumnidad, la clarividencia la telekinesis y todos los demás fenómenos aquí tenidos por rarunos y paranormales, se nos ve el plumero en otras cuestiones.
−Ya, ya. Entiendo –repuso Svenja, tras haber reflexionado por unos instantes, mientras se silenció los labios con el dedo índice.
−Así es. Y no debes inquietarte por mantener el silencio. Es nuestro mejor modo vivendi –le expliqué a Svenja, siguiendo adelante−. Audi, vide, tace. Ver, oír y callar y una cosa más: actuar. El silencio, la discreción y la renuncia es lo más importante para que podamos llevar una vida normal entre los que no tienen nuestra visión de la realidad. ¿Qué voy a decirte? Tu ya lo has entendido todo –ahora también me coloqué yo los dedos sobre los labios en su mismo gesto. Y ambas reímos, pese a la seriedad del asunto. 

***
Fuera, en la calle se escucharon las campanas lejanas de la iglesia que repicaban con fuerza. La luz que entraba de fuera, a través de la ventana del sótano, iluminó la frente de Svenja haciéndola parecer una santa.
−¿Te vienes a misa? –preguntó Svenja tomándome las manos.
−¿Lo dices en serio?
−Así es. Me gusta observar los cabreos que se pilla el nuevo cura al sermonear. Es de lo más divertido. –Svenja hizo una mueca guasona.
−¡No seas mala! –Me reí−. El hombre es, seguramente  una buena persona, movida por su fe y es su ignorancia la que le hace entrar en cólera ante la propia incomprensión de las cosas. O eso pienso, porque, bueno, aun no tengo el placer de conocer al nuevo cura en persona.                           
−Bueno, ¿pero vienes? –ella insistía.                                                               
 −¿Y las indagaciones de nuestro libro? –Inquirí.                             
−Luego, luego. Hoy Papá me deja dormir aquí. ¡Además es pascua! ¡Vendrá el *Osterhase para mí, verdad?*  Tenemos tiempo. Toda la tarde y toda la noche.


_________________________________________
            *Osterhase: el conejo de la pascua. Figura tradicional en la pascua alemana (tradición que ha sido impulsada por los germanos y ha dado cabida a celebraciones a nivel mundial)  Se hace creer a los niños, que este conejo les deja en determinados escondites unos regalos y dulces, (huevos de chocolate)  así como huevos de gallina  pintados de colores.

                                  








V
Reencuentros

Oigo y olvido. Veo y recuerdo. Hago y entiendo.
(Proverbio chino)

Mösbach, Achern  (Alemania), abril de 2006.

El portón abierto de par en par, invitaba dadivoso a entrar a la casa del Señor. Las campanas en lo alto, repicaban con ímpetu e insistencia, llamando a los que quisieran escucharlas. Era la hora de la misa. Hacía una mañana espléndida. Después de muchos años, aquel era el primer domingo de resurrección nítidamente soleado.
            El astro rey asomaba por el este y sus rayos se apretujaban entre las pocas nubes que quedaban, decidiendo apartarlas. Fulminaciones de oro caían sobre los prados y los doraban a pedazos, mágicamente. Como obedientes corderos laneros, las nubecillas que quedaban se dejaron desplazar hacia el norte. Y al poco, el horizonte quedó despejado como un cielo estival. Los manzanales, repletos de flores rosáceas, anunciaban la primavera con magnificencia. Los pájaros habitantes de tales parajes, habían terminado de preparar sus nidos, listos para ser morados. Se escuchaban carcajadas de niños por todas partes.                                         
Finalmente ese año, el Osterhase iba a tener vía libre para depositar sus regalos entre las hierbas y los  arbustos, al aire libre, tal y como mandaba la  tradición de la pascua germana. Por los jardines de las gentes se realizaría una entretenida cacería de huevos de chocolate. Pues todos los años y debido al mal tiempo,  los niños se veían obligados a buscar sus escondites en el interior de sus casas. Y en consecuencia, no se divertían del mismo modo.          
Por una de las puertas laterales de la iglesia del pueblo apareció un hombre ataviado con una larga vestimenta púrpura. Sus ojos azules brillaban con intensidad. Echaba fuego por las pupilas, mientras todas sus miradas quedaban cautivadas por el entorno como mariposas ante la llama de los hachones.                                        
Un entusiasmo exaltado, quedó contenido, aprisionado en el interior de los ojos del hombre, como si todo lo que vislumbrara fueran almas hablando a la suya, formara piezas claves en el puzle de Dios, clamando por ajustarse a él. Daba la impresión al verle que con su mirar alcanzaba cumbres más elevadas de contemplación, más allá de lo real, en pos de los himnos secretos de toda la creación circundante. Poseía, sin duda, los ojos de un hombre santo.            
Al menos, ésa era su apariencia en la existencia actual. Pero vayamos por partes.                                                                                     
Rudolf Lamm era un individuo más bien descarnado por el pasado que lo moldeó, y no flaco sin más causa. Más que entrañable, álgido a modo de tantísima falta de afecto. Enfermizo, a pesar de los ímpetus que latían bajo su pecho.                    
Sus maneras las exponía como las de quién a sus maneras nunca expone a la evidencia, y sin embargo las exalta con el ademán de las almas nobles. Los delgados labios los curvó esa mañana en una media sonrisa que dedicó a los niños al moverse éstos inquietos a su alrededor. Sus pasos, negligentes e indecisos, se detuvieron frecuentemente y con sus delgados dedos hacía gestos amistosos a modo de saludo.
Examinaba los rostros de los feligreses con discretas ojeadas, de hito en hito, mientras vetaba por la duración de las mismas, no fueran éstas a parecer impertinentes. A la timidez de sus talantes, la cual acentuaba aun más con sus gestos inseguros, se le añadía el tono marchito de las mejillas, dando un color de adobe. Quiso abrir la boca para saludar a una pareja de ancianos, pero era tal la dificultad que sentía al formular las palabras, que dubitativo siempre, prefirió callar y aguantarse su verborrea distorsionada, ─muchas veces, según comentaba la gente del pueblo, una sarta de palabras carentes de cualquier consonante, audible tan solo las vocales─, hasta el sermón.
Al vernos pasar a mí sobrina y a mí, se paró un momento en seco, enrojeció como sorprendido y a su vez asustado. Sus razones para que actuara de tal modo se me escapaban, al menos hasta mirarle a la cara. No tanto a mi sobrina, que me hizo un gesto con la mano, como diciéndome “luego, luego te cuento”.
Cuando pude ver sus facciones yo misma –pues mi galopante miopía me lo había impedido hasta no tenerle completamente ante nosotras− quedé de piedra. Literalmente helada. Su rostro se identificaba con las facciones del inquisidor De Arsenal. El cual había sufrido en aquella especie de visión regresiva. No supe articular palabra. Lo más insólito del asunto era que al cura le pareció ocurrir algo similar, como si me hubiera identificado con alguien odiado, quién sabe con aquella otra que había sido yo una vez, muchos siglos atrás.                                                     
 
VI
Transparente
Las primaveras vuelven siempre a nuestra existencia. Vuelven cíclicamente sobre nosotros. En otros lugares, espacios y mundos. Mientras en éste mundo permanecen los huecos transparentes que ocupamos más allá.
Claudia Bürk

No era fácil hablar bien, con el tono apropiado, con la cadencia correcta─ siendo sordo. Y Pfarrer Lamm lo era. De nacimiento.
Ocurre a menudo y era una especie de teorema mío, que si en las otras existencias omitimos hacer buen uso de nuestras facultades, en las posteriores podemos perder tales sentidos. Sin duda, aquel hombre, en otra vida no debió  haberse reparado demasiado a escuchar a sus semejantes, entre otras lacras.
La naturaleza tenía caprichos raros con los siervos del altísimo. O tal vez el altísimo los tenía con la naturaleza. El hecho de no oírse ni la propia voz, lo complicaba todo en demasía. Pero eso pronto iba a cambiar.
»He de señalar aquí que una de las ventajas que parecíamos tener los de mi condición, era adelantarnos al tiempo. Y siempre que me apetecía mirar al cura, yo lo hacía con descaro, sin respetar su derecho a la intimidad.
Según comentaba sobre él la gente, tan sólo quedaban unas semanas para su intervención quirúrgica. Y entonces no solamente se iba a poder escucharse a sí mismo al hablar, sino también a todos los demás. Se convertiría en un hombre nuevo, reparado de sus daños como un electrodoméstico roto desde un tiempo remoto y reparado de súbito. Pese a ello, y al no saber convencer demasiado con sus sermones, persuadía a los otros mediante su tamaño. Más de un metro ochenta de estatura, lucía el clérigo disminuido desde que hubo sido apenas un adolescente. El terco empeño al querer expresarse con tanto énfasis y así transmitir la palabra del señor, hizo, con todo, ganarse la simpatía y el respeto del pueblo entero. Además, hacía de la santa misa un acto participativo. Lo que no conseguía transmitir con las palabras, lo completaba con gestos, braceando y manoteando con gran teatralidad.
***
El gentío del pueblo se apretujaba entre las tres compuertas centrales del gran oratorio, el cual reunía varios estilos en su composición: románico, gótico lineal y tardío, así como también el talante renacentista, como ocurría también con muchas de las otras iglesias y catedrales de la zona y del cercano paraje alzases. Los constructores dieciochescos habían puesto un especial énfasis al erigir el arco central ojival en aquel santuario, formando unos enérgicos nervios, cuyos empujes eran más verticales que el arco de medio punto, permitiendo de este modo una altura muy superior al gran portón.                                                                                                                                 
La muchedumbre policromada se encaminó puertas adentro, a ocupar cualquier plaza libre que hubiera a la vista.                                                                                    
Durante los domingos de pascua, las iglesias del todo el sur de Alemania se llenaban a rebosar y de llegar con el tiempo justo, se corría el riesgo de permanecer de pie durante los setenta minutos que el Pfarrer Padre Rudolf alargaba gozoso la santa ceremonia.                                                                                                                                                                                                 
Rayos de luz coloreados pugnaban por atravesar los ventanales de formas rehuidas y coloreadas, dibujando máculas cuadriláteras sobre el suelo y al mismo tiempo, en los rostros de las gentes.                                            
 Éstas ya se habían acomodado en el interior del oratorio, sigilosos, entre débiles murmullos, dirigiendo sus miradas de medio rostro hacía el cura que avanzaba ceremonioso por el pasillo central. Media docena de monaguillos ─al parecer, en orden con sus estaturas; del más alto al más bajito─ le seguían a su espalda, con las manos plegadas en oración y el gesto uniforme de beatos. Unos tonos solemnes y enfáticos sonaron de pronto por todo el interior de la iglesia, procedentes del potente órgano situado en los anales superiores del templo. Al momento, las modulaciones musicales se convirtieron en melodía armoniosa y alegre, revelando el preámbulo del Dixit Dominus.
 »Me dolían los oídos. Ciertos sonidos me llegaban distorsionados. Mi sobrina también se tapó las orejas. A los demás presentes no pareció afectarles. Era otro de los asuntos que nos distinguía.
─Hallelujah. Halleluja. ─Ambas palabras sonaron guturales desde las cuerdas vocales del padre Rudolf, incluso para las gentes de a pie. Llenaban el aire de imprecisión y eufonías vagamente rotas, pero no obstante potentes, en equilibrio con el sonido del órgano, fundiéndose con él, burbujeante mixtura, como la que cuece en el interior del caldero de un alquimista. El gentío se unió al instante, prestándole al cura el apoyo necesario para convertir aquel amasijo de sonidos en alegre y digno himno de resurrección.
─Domino meo ─canturreaban los feligreses con entusiasmo, en apariencia acostumbrados a tales letras latinas. Alegres procedieron─.  Sede a dextris meis. Donec ponam inimicos tuos scabellum pedum tourum. Virgam virtutis… ─Algunas de las gargantas ─de autentico tenor─, magnificando el canto como un verdadero himno celestial. El padre Rudolf, complacido, abriendo la boca y tratando de unirse al coro, miró hacía la dirección desde la que percibió, ─de súbito en el aire─, un viscoso perfume, ─mixtura de violetas y olor a hierba recién cortada─ que le resultaba más que familiar. Movió la nariz como un conejo, de arriba, abajo, de abajo arriba.                                                                                                                                    
Me fijé que tendía a exagerar sus muecas, tal y como ya hacía siendo De Arsenal.                                                                                                             
Empero, en la actualidad, esa actitud seguramente fuera otra consecuencia más de su sordera, sintiéndose como si el mundo entero no tan solo fuera hecho de silencio, sino también invisible para él y por tanto, se sentía inobservado, ignorado a lo sumo.
»Pero acerca de eso, puedo dar fe, el cura se equivocaba. Insisto en que también ese era uno de sus errores de cálculo, que se sumaba a otros tantos que estaban por llegar.
No obstante, aquel día llevaba el audífono a todo volumen para enterarse bien de las cosas, aunque eso le creaba, por momentos, molestos pitidos en los oídos. El audífono era un buen invento; ─el acousticon, como fue llamado por su inventor, Miller Reese Hutchinson─ pero todavía iba a ser mejor no tener que llevarlo nunca más. Desde que André Djourno realizó en 1957 el considerado primer Implante Coclear, un revolucionario aparato que quedaba soterrado bajo la piel tras el oído ─así se lo habían explicado los galenos al padre Rudolf─ y mediante una sencilla intervención de cirugía, el mundo había cambiado radicalmente para los cortos de oído. El presbítero se había dejado convencer por los argumentos a favor de aquella operación y había dado su consentimiento para la misma unos meses atrás. Todo estaba en marcha. Y él, con todo, estaba muy ilusionado al respecto.                                                                                                         
Así las cosas, pensando en todo aquello, por unos segundos abstraído del santo oficio y advirtiendo por la nariz el aroma sabido, hubo avanzado ─ceremonioso en todo momento─, hasta la altura del altar. Se giró y se situó tras el mismo. Elevó los brazos a lo alto, mientras los monaguillos que le siguieron se dividieron, tomando asiento. Tres de ellos a la siniestra y la otra mitad a la diestra, rutinariamente, como siempre lo hacían.       
»En todo caso, para mí todos los ahí reunidos eran bien visibles. Los reconocí a todos. Uno por uno. Por fortuna, yo pasaba desapercibida para ellos, por razones obvias que no supe hasta más tarde, yo resultaba transparente. Las misas no habían sido lo mío hasta ese día…
            El cura hizo la reverencia al altar y lo besó. Acto seguido, colocó el turiferario a la izquierda del tabernáculo. Al instante, uno de los monaguillos tomó el incensario del suelo y se acercó para ponerlo en las manos del hombre y éste inició la incensación del altar con enfática parsimonia. El padre Rudolf invocó a la trinidad y todos los feligreses respondieron accionando la señal de la cruz.
─La gra…Gracia de nuestro señor J…Jesucristo, el amor del Padre y la com…Co…munión del Espíritu S…Santo estén siempre c…Con vosotros ─tartamudeó el cura, habiendo pronunciado además los finales de las palabras muy aceleradamente.
─Y con tu espíritu ─le respondió disciplinada la multitud presente.
A continuación, el padre Rudolf, por unos pocos segundos se entretuvo a echar una ojeada por  las primeras filas hasta dejar detenidas las pupilas, como aliviado, sobre alguien. Acto seguido, su mirada se detuvo en mis ojos.
» Claror líquido, piedras preciosas, azules como el manto de la virgen. ─Don Rudolf lo dijo para sus adentros. Ignoraba que, tanto mi sobrina como yo, le estábamos leyendo cada uno de sus pensamientos.                                                                                                                                                                                          
Yo a su vez lo estaba congelando con la vista, viendo el cura brincar y agitarse en esa manera de mirarme, los reflejos de una insurrección inconsciente. Mi perfume, ─un compuesto de esencias de violetas de campo, de romero, mirra y melissa─ había robado el protagonismo al incienso en el aire, fundiéndose con él hasta aniquilarlo, para imponerse con fuerza, tal y como era también mi costumbre desde siempre con mis semejantes. El cura parecía estar sufriendo ante el silencioso interrogatorio ejecutado desde mis ojos, aunque aquella inquisidora que yo estaba siendo, ─una mujer entrada en la treintena─ no pudiera representar, en apariencia, ninguna amenaza para él.
Me dispuse a inclinar un poco la cabeza, y las máculas luminosas que emergían de las ventanas, recorrieron mi cuello, retozonas, como los dedos de un amante indeciso. Llevaba la cara de agua y jabón, el cabello pajizo cuidadosamente recogido en una trenza y la falda, una vez más, demasiado gastada como para poder lucirla en misa. Delgada como el palo de una escoba, descolorida como los cirios que lucía el altar, mi cintura un soplo solo, y con todo, demasiado mujer como para seguir siendo la arcaica enemiga de un antiguo y cruel inquisidor.
La música desde el viejo órgano seguía sonando con insistencia, reproduciendo los himnos de la resurrección.
»Quisiera señalar de paso, que, al parecer el padre Rudolf nunca pronunciaba el sermón personalmente, tan sólo lo redactaba para después hacérselo leer al diácono, Don Wilhelm, el cual poseía la capacidad de transmitir la palabra de Dios como un verdadero contador de cuentos. A su término, el padre Rudolf prosiguió con la santa misa respetando cabalmente la Liturgia Eucarística.
─Santo eres en verdad Señor, fuente de toda santidad; Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu… ─El cura por instantes, ganaba en confianza y hablaba con mayor énfasis y claridad. Mientras se pronunciaba, no me dejaba de mirar por el rabillo del ojo, y yo a mi vez, lo escruté sin a penas apartar los ojos, con fijeza y una media sonrisa en la boca. El cura sobrellevó estoico mi presencia, a pocos metros de él mismo. Cuando, al poco, el gentío se enfiló para comulgar, yo también me uní a la cola, decidida y con actitudes de beata.
─¡No será capaz…! Maldita mocosuela…─Murmuró para sí el presbítero, sin voz, mientras seguía con la repartición de hostias evitando levantar la cabeza para no mirar a nadie. Sin embargo, con una intuición endiablada levantó los ojos y me vio, embriagado por la proximidad de mi aroma.
─No he venido a comulgar, no tema eso.─ Opuse diestra, antes de que el sacerdote rezongara─. Solo es para decirle que luego quiero verle fuera, tengo algo que contarle y es importante ─de mi garganta no salieron sonidos, tan sólo moví los labios como si hablara. Supe, que el hombre me entendería perfectamente.
El cura habitualmente leía los labios de las gentes.
»Curiosamente, justo al revés de cómo solemos percibir nosotros a los mortales corrientes. Habrá tiempo a lo largo de mi narración para explicar también estos asuntos. Trataré de disculparme ante ustedes, los lectores por mis inmoderaciones y precipitaciones en esta historia. Siempre he sido impaciente. Como iba diciendo en referencia al padre Rudolf, su vista era siempre más fiable que su oído.
Y percibió con sus restantes sentidos, cómo algo se silenció en el aire. Me hice a un lado, fingiendo sostener una hostia para llevármela a la boca. No convenía levantar sospechas. Crucé mi mirada con una anciana que pareció recelar de mi mímica, o eso creí ver, y entonces le dediqué mi sonrisa más angelical, esperando parecer convincente. Con la boca entreabierta, silenciosa y absorta en mi propia lozanía, me volví de donde me hube ausentado para ocupar mi asiento en el banco de madera junto a Svenja.
El cura, aliviado, sin saber si debería o no estarlo, continuó con las ceremonias, hasta dar por finalizada la santa misa de aquel domingo de resurrección.
─Tan solo hubiera faltado que esa sinvergüenza comulgara sin estar en estado de gracia. Criatura insensata. Masona hereje. Todo el mundo habla a sus espaldas. Pero en todo caso, ¿qué importancia tiene para ella un sacrilegio más de la cuenta? ─Puntualizó especulativamente el cura, mientras guardaba el corporal en su bolsa correspondiente.

Para finalizar el culto, dedicó unas palabras muy especiales a la masonería. El cabreo dibujaba luces y sombras en su rostro al hablar.
Ustedes tienen razón cuando piensan que la masonería ciertamente es satánica de la forma como algunos la vienen practicando en las logias. Y tenemos razón cuando decimos que la masonería es profundamente pérfida y se esfuerza poderosamente desde las sombras para producir el Cristo de la Nueva Era. En claras palabras, el Anticristo. Aléjense ustedes de los masones. Se lo ruego, estimados feligreses. Esa sombría organización ha sido soberanamente engañada con mentiras y falsas interpretaciones, mientras que la organización mas interna manipula la verdad espiritual de los masones, aquellos que la abrazan de todo corazón, alma y mente. Pobres almas de esos, que acaban luego quemados entre las brasas eternas de Satán. –Al terminar, el hombre levantó la cabeza y dirigió sus ojos hacía mi sobrina y hacía persona. Todo el mundo acabó por mirar en nuestra dirección. Yo no sabía si preferir que la tierra me trague o reírme, como estaba haciendo Svenja, tapándose la boca. Pero…                                                                       
¿Me estaban viendo? ¿O tan sólo es a mí sobrina a la que miraban?
El cura alterado y de espaldas a la multitud, no pudo ver cómo el gentío tras él abandonó murmurante la iglesia, dejándola vacía poco a poco y repleta a su vez con un sinfín de aromas diversos. Rudolf Lamm detestaba tener que ser tan severo con ciertos temas. Svenja y yo nos quedamos hasta el final en nuestra fila. Nos dedicó una larga mirada. Especialmente a mí. Aquella ojeada le hizo al cura la vez de espejo, en la cual pudo agigantar su poquedad. Ambos nos éramos necesarios.                                                               
Viejos asuntos del ayer.





VII
Confesiones
Ten verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean, y haz firme propósito de la enmienda para adelante.
San Francisco de Sales

El padre Lamm decidió, empero, dejar en suspense sus prejuicios cuándo salió del oratorio, mientras me siguió buscando con la mirada, pensando cuan impúdica era yo. El cura desanduvo dos pasos, tras advertir que mi sobrina y yo nos hallábamos escondidas tras un mural.
−Pssssttt− siseé, olvidándome por un instante de la sordera del hombre −¿Podemos hablar un rato en el confesionario? Seguro que nos dejarán hablar en paz ─le espetó, dejando luego la boca ladeada, con un toque teatral. Le hice señas a mi sobrina para que me esperase fuera.
─Dime, Ilia, ¿a qué has venido aquí? Es domingo de pascua, hay gente que querrá verme, saludarme…─Yo lo zarandeé del brazo y él me miró cómo si yo fuera de aire.
 ─Mi nombre no es Ilia, me llamo Mía, padre.
Me parece muy bien, muchacha, ¿pero qué diablos quieres con tanta urgencia?                                                                                                                                          
−Hablarle de la comunión de mi sobrina. Usted le está dando catequesis… −Mentí.
El cura, muy a pesar de la contradicción de la circunstancia, siguió con la mirada mi mano, agarrando su antebrazo, igual que si fuera un garfio de marfil y huesudo y sintió estremecerse. Hubo algo que había salido mal con los de mi familia. Reconocer que su labor como sacerdote pudo haber fallado en mucho con una joven y valerosa muchacha como mi sobrina, le dolía más que una bofetada.                                                                                               
 El padre Rudolf ocupó el interior de aquella caja de madera que hacía la vez de confesionario y yo me adentré apresurada en el compartimiento a su derecha.
Desheló su mirada sobre mi rostro, mi escuálido semblante cual amenaza, brillé a través del ventanuco enrejado. Escuchó como suspiré y entonces giró la cabeza un poco más hacía mí, tenso y sobrecogido. A penas un atisbo de claridad iluminó su macilento rostro. El cura entonces recordó cuando mi sobrina vino a confesarse por primera vez con él, hacía tan sólo un mes. Leí sus cavilaciones. Un niño no podía tomar confesión hasta poco antes de su primera comunión. Ésta estaba prevista para Svenja dentro de un mes y el padre Lamm estaba preparando a Svenja para ello. No obstante, lo que la niña le hubo confesado aquel día, lo dejó tocado para el resto de su actual existencia.
Sus cavilaciones dieron paso a una leve y melancólica sonrisa. Una mueca contrariada: contempló a mí sobrina en su recuerdo con su sempiterno aspecto cansado, su palidez insana. Gastado su semblante por una especie de vejez prematura a pesar de sus apenas nueve años de edad. Por aquel entonces, cuando Svenja aun no se sinceró con él en el confesionario, así lo supe, a mi sobrina le gustaba “ser otra”. Interpretaba papeles con todo el mundo. A excepción de él. Como dije anteriormente, Svenja había despuntado desde siempre por su gran inteligencia y sensibilidad. Además de su actitud histriónica. No obstante, dentro del confesionario, en la semipenumbra, su verdad  se había impuesto como una sombra invencible. Nos pasaba a todos.                                                               
El padre Rudolf había sido testigo mudo de cómo Svenja había descubierto sus propensiones de persona diferente al resto de vivos. Les ocurría así a las niñas de mi estirpe al llegar a los diez años. Pero la inconsciencia de que ello pudiera tacharse de pecado, no hería hasta que tal asunto no fuera advertido como tal. Cuando eso ocurría, la conciencia sabía cortar al alma con la brutalidad de un cuchillo. El día de la confesión el Padre Rudolf  tuvo que herir a Svenja. Y ese día las palabras del cura cortaron la afectación de la niña con la saña de un carnicero. No fue intencionado, desde luego. No en la existencia actual, dónde había venido encarnado a encomendar sus horrores anteriores.      
                                             
 Tan sólo se vio en la obligación, de tener que informarla debidamente de las opiniones de su santa iglesia acerca de tales asuntos. Sin embargo, de ese modo, fue como Svenja salió de su bendita inconsciencia y con ello, rompió a negarse. Y así seguía. Se negaba a comer con tal de no seguir viendo crecer a su cuerpo. A penas se alimentaba para seguir respirando. La extrema delgadez acentuaba sus pómulos, como medias lunas escuálidas y arqueaba su mentón hacía afuera. La redondez de su cuerpo había desaparecido casi por completo, a medida que lo había hecho también la curiosidad de su edad por los sentidos y lo fútil. Svenja ahora se negaba todo lo mundano y hacía oídos sordos a los gritos que emitían sus necesidades corporales, tal y como lo hacían las santas. Sin embargo, sabía que no lo era: su curiosidad seguía atenta. Solamente que ésta, se dirigía a parajes más elevados, haciendo caso omiso a las apelaciones de la carne. Ella no era mala. No era un ángel caído como le había aclarado el Padre Lamm.          
***
−Dime a qué has venido, Mía Vandeesthoven –me siseó el cuerpo nuevo de De Arsenal, siendo el padre Lamm en aquel confesionario. Y su tono se volvió amenazante.
−¿Por qué razón le mete tonterías en la cabeza a mi sobrina? –Ahora la que sonaba amenazante era yo.                                                                                             −Déjame en paz, maldita muerta o lo que seas. Yo mismo oficié vuestro funeral, el tuyo y el de tu padre.−El hombre y yo nos mirábamos ahora en un silencio sepulcral−. No sé por qué razón sigues aquí, por qué maldita razón te veo, te huelo y nos hablamos, pero en el nombre de dios, ¡no vengas aquí a molestarnos a los vivos! –El cura habló con voz afilada y casi sin aliento, en un estado de alerta total.                                                         
−¿Mue…Muerta? ¿Está quedándose conmigo? –Noté como la frente se me perló de sudor y me sentí como invadida por la fiebre.                                                          
−Muerta, incinerada. Así es y enterradas vuestras cenizas en dos urnas, una al lado de la otra. Tú y tu padre –añadió el cura al borde del pánico−. Así que no sé ni comprendo por qué diablos sigues por aquí, con ese aspecto tan…Vivo. Ni tampoco llego a entender si de verdad te veo, conversamos o me estoy volviendo loco de remate; si quizás todo esto es un engaño de Satanás.                                                                                                          
Quise oponerme a sus hirientes y absurdas palabras, salir corriendo hacía no sé qué lugar, pero el clérigo me retuvo del antebrazo.
                                          
 −Y compruebo además que también puedo tocarte –el cura había abierto mucho los ojos, mientras yo sentí una descarga muy real de adrenalina que me recorrió de arriba abajo, disipando de un plumazo mis dudas acerca de mi real consistencia en aquel instante.                                                   
−Usted me contó que siempre ve a los que las personas dan por muertas. ¿Por qué se lo ha tenido que decir? Mi tía no sabía aún… −Ante mí estaba Svenja que había abierto la puerta del confesionario de sopetón y se me abrazaba ahora casi temblorosa.                                                                                     
 −¿Tú…Tú lo sabías? ¿Pero…Por qué sigo aquí? ¿Por qué razón tú y el Padre Rudolf podéis verme como era? ¿Y la abuela? ¿Y tu padre? –A medida que iba preguntando a mi sobrina, me iba contestando yo sola. De pronto todo cuadraba. Todo adquirió un enorme sentido para mí: las miradas que parecían traspasarme. Mi madre que parecía verme como aire. La negación por comer y ya no tener hambre.                                                                                       
Muerta. Muerta…¡Muerta!


−Os asesinaron. A ti y a tu padre. Fue una tragedia tremenda. El pueblo entero quedó consternado por vuestra muerte –Tras eso, el cura calló un momento, luego abrió la boca como queriendo añadir algo más, pero finalmente calló y bajó la cabeza.                                                                                            
De pronto recordé algo. Me vino a la memoria. Despacio. Como un sueño. Un recuerdo que llegó como un sueño, que se disipa lentamente al despertar, pero a la inversa. Los disparos. Mi padre cayendo al suelo. Los gritos. La sangre. Y aquellos ojos de hielo.                
 −Deberíamos irnos de aquí, Svenja –empujé a mi sobrina fuera del confesionario,pero ella se revolvió.                                                                                          
−Tia, el padre Rudolf es como nosotros. –Svenja le miró a los ojos al cura y éste puso los brazos en jarras, pareciendo resignado.                                         
−Tu sobrina cree que yo soy un caído como vosotros porque a menudo veo muertos. Aunque eso me produce una confusión horrible. Es cierto que esto ocurre hasta tal punto que confundo a esos con el resto de personas vivas y coleantes –el hombre soltó un gemido, amortiguado y quejumbroso, luego prosiguió−.¡Pero yo soy un hombre de Dios, maldita sea! –Se golpeó el corazón con ambos puños e hizo tras ello la señal de la cruz.                                        
−Me acaba de recordar la vez anterior que le vi hacer ese gesto. También se hacía llamar «un hombre de Dios» pero era usted un brutal déspota. ¿Está seguro de no recordar nada de lo que hizo una vez conmigo?                        
 El otro lanzó un grito de rabia, sabiendo que probablemente yo tenía razones para hacerle recordar. Levantó una mano para abofetearme. Por un segundo sentí pánico, pero le retuve en el aire.                                                                       
−No lo haga. No delante de la niña. No lo estropee ahora que el destino le ha dado otra oportunidad para enmendar sus pecados del pasado.               
 El hombre pareció darse cuenta de algo y cerró los ojos. Se echó las manos a la cabeza −consternado− seguramente percatándose de que el mismo mundo oscuro y resbaladizo que ahora habitaba, podía volver a confundirle. Podía volver a estropearlo todo.





 



(Continuará) Para ésta Navidad la novela completa en papel.©

Comentarios

  1. Está genial! Me gusta mucho, creo que puede ser un exito, se nota que lo has escrito poniendo todo tu corazón. Me encanta!!!

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  2. Extraordinaria lectura, atrapa desde el comienzo creado misterio e intriga dejando ese deseo de leer mas y mas.

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  3. Me encanta, muy misterioso y sugerente. Engancha muchísimo la historia, realmente interesante y deseas seguir y seguir leyendo para ir descubriendo los enigmas.

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