A la faz de la muerte (Relato basado en hechos reales)



 A la faz de la muerte  (Relato basado en hechos reales)

La noche que iba a tener por delante prometía, una vez más, ser tan rutinaria como las otras –esas que de tanto en tanto había ido soportando en el interior de aquel edificio a cambio de un salario–.
Lánguida, contemplé la blancura del techo, mientras la falta de lucidez iba tiñendo poco a poco los cristales que constituían la Entrada Principal, dando finalmente paso al crepúsculo que se colaba, decidido, por las rendijas de aquella puerta, obligándome a encender las luces.
Durante muchas de esas noches aprovechaba la soledad que me brindaba la Vigilancia para liberar mi melancolía, amarrada en mi interior, ocultada diestramente ante las presencias ajenas. Solía entonces dejarme caer en torno a un pozo profundo, cuidándome, eso sí, de no acabar sumergida en su fondo. Reventada de tristeza, solía recordar el asesinato de mi padre acontecido pocos meses atrás.
También lo hice esa noche.
Miré fijamente los Monitores de Seguridad, completamente absorta en mí. Sentí como una lágrima me abandonaba; tan sólo una, y se resbalaba suavemente por el rabillo de mi ojo.
Cuando optaba por revivir dicho suceso de aquel modo, mi rostro y mi cuerpo enteros quedaban inermes y petrificados. Toda mi presencia se transformaba en insípida, insustancial y sobrada.
Aquella lágrima en mi rostro era lo único que poseía movilidad en mi corpórea presencia.
Grité para mis adentros.
Seguí con la punta de mi dedo el camino de aquella lágrima. Lentamente. Era el amago de una auto-caricia, de las que seguramente tanto necesitaba desde hacía tiempo, pero que, ajenas, me eran denegadas día tras día.
Reprimí ese gesto a medio camino.
De pronto, me incorporé con brusquedad. Percibí como un violento carmín encendía mi rostro, despintándose casi al instante del tizne adquirido, devolviéndole a mi cara un color lechoso como solamente adquiría cuando yo percibía un hecho horroroso; la tensión embrutecida en atonía desconcertante.
Los vi claramente.
Se hallaban a pocos metros de mí y caminaban con pasos decididos hacia mi votiva ubicación: dos hombres que se me presentaban corpulentos, si el matiz devuelto por aquel monitor no me engañaba. Parecían acarrear en sus costados un arma de notables dimensiones. En mi mente comenzaron a aparecer las brumas, y algunas zonas de mi razonamiento quedaron devoradas por la niebla de la nada y del desconcierto.
La desesperación dio paso a la adrenalina, y danzaban juntas en mi cuerpo, formando una ceremonia aciaga y litúrgica.
Flotaba en el aire una amenaza distinta de cuantas había percibido hasta aquel entonces; una sensación fatal de mal agüero.
En mis ojos comenzó a arder el miedo a la muerte verdadera, a la que posiblemente ya estaba condenada.
Estaba asustada y angustiada.
Escuché como los dos individuos se detenían a un metro de mí: una puerta de cristal opaca nos separaba desafiante e imprecisa.
Mi propia adrenalina ya me había emborrachado por completo y, sin vacilar, desenfundé mi arma, amartillándola con un gesto de vitalidad casi salvaje.
De pronto me sentí fuerte y decidida.
En mi fondo se había anidado una oscura y diabólica ansiedad de acción y, quizás, el deseo de darle algún sentido a mi quebrada existencia a través de un posible y oportuno acto heroico.
Entre aquella bruma del Todo y de la Nada, mi propio destino me estaba curtiendo con el sol y el hielo de su transcurso.
Mantuve por fin el completo dominio de mí misma, mientras les escuchaba decir “Sejtschavic drasmetj strovsek”, lo que traduje gracias a mis escasas nociones de ruso como: “vayamos a por ella”.
La puerta se abrió de golpe. Seguidamente me apuntaron con sus armas, que ahora reconocí claramente como ametralladoras tipo Browning, ésas de 7,92 mm montadas coaxialmente con el cañón principal. Me detuve en la mirada vidriosa de aquellos hombres.
Los destellos rotos que devolvían maliciosos sus ojos, alcanzaron los míos: los suyos no pestañearon ni una sola vez, encerrados en el arisco pudor de aquellos que se saben malvados. El rostro de uno de ellos se había crispado en un aparatoso tic nervioso, al comenzar a presionar el gatillo de su ametralladora y alcanzarme una ráfaga de disparos en milésimos instantes de congelada eternidad.
Un agudo e indescriptible dolor escocía en mis entrañas y se mezclaba con mis pensamientos; cerraría los ojos definitivamente y desaparecería en aquel pozo cuyo fondo no habría querido descubrir nunca: el pozo sin fondo de la muerte.
Gemí y me retorcí por última vez, mientras pensaba en lo sola que se quedaría mi madre y que eso no iba a ser justo para ella.
Imaginé los proyectiles de esas potentes armas cruelmente enterrados en mi carne. De pronto mi cuerpo ya no obedecía a mis impulsos ordenados. Y flotando entre el conflicto por la estancia y el abandono, comencé a elevarme sobre mí misma, percibiendo que el aire pesaba menos que nunca.
Pensé que estaba adquiriendo el don de la cenestesia sabedora de todo, mediante la que ahora me movía. Alcancé una dimensión indecible, sin más ayuda que la de mi propia voluntad.
Me vi a mí misma desde arriba, como si toda yo fuera una íntegra fuente visionaria y de infinita parsimonia. Desde la altura alcanzada de medio metro, logré tocar mi propio cuerpo inerte; sin tener ya manos, ni tacto, como si toda yo ahora fuera también un ente sensorial: pura y desnuda aura, separada de mi cuerpo. Observé mis exhaustos restos yacientes en el suelo.
Reconocí a un agente de la Guardia Civil, el cual me había parecido ver patrullar en reiteradas ocasiones, dando vueltas en torno al edificio que traté de proteger.
Se inclinó sobre mí y comenzó a extender una gran lona de plástico por encima de mi cadáver: una lona que parecía abrazarme como si de una manta encubridora e infecunda se tratase.
Eso lo vi hacer en las películas, pensé.
El suelo a mi alrededor estaba cubierto por lóbregas charcas de sangre, oscuras y líquidas como la tinta de un calamar.
Comenzaron a llegar más Policías. Pude observar también a dos médicos confusos, que permanecieron surtos al margen de todo, en un mutismo hosco y taciturno.
Desde luego que ya sobraban, cavilé: a esas alturas tan sólo era necesaria la llegada de los forenses.
No comprendía ni yo misma por qué diablos –si yo estaba muerta, ¡muerta, maldita sea!– me hallaba de tan buen humor. ¡Prácticamente estaba risueña e increíblemente bien!, tal y como nunca me había sentido en vida. No me lo creía ni yo, pero pude decir que, ciertamente, la muerte –para mi sorpresa– era divertida.
Vislumbré solazada como la luna creciente encendía destellos de cristal y de plata sobre aquel bulto plastificado, que supuestamente había sido… ¡Yo!
Me costaba creerlo.
“Aquello” ya no tenía nada que ver conmigo. Estaba aquí, pero no podían saberlo. Todos –así intuí–, se convencerían de mi inexistencia. Era innato en los vivos. Se dejarían llevar poco a poco por la bruma del olvido, de mi fin, de la nada. Me relegarían de sus vidas: había finalizado en sus mentes. Pobres diablos, no comprendían nada allí abajo.
Pronto, el perfil de mi rostro perdería en ellos su definición. La niebla del olvido me devoraría en ellos, pese a todo lo que habría significado. Un poderoso frente; una batalla donde la verdad sobre la existencia se liberaría al combate colosal de la venerada materia.
La vida nos había mentido a todos, también a mí. Existía realmente un orden infinitesimal y comprensible, pero había que morir para asimilarlo.
Todos mis sentidos habían desaparecido, sepultándose en mi cuerpo ametrallado. Sin embargo, de algún modo las percepciones seguían en mí. Pero ahora era distinto. Ahora eran magnánimas: toda yo conservaba mi antigua voluntad. De hecho mi YO entero, consistía en mi voluntad.
¡Así que todo eso significaba estar muerta, hacer lo que se quería!
Pues desde luego, era estupendo, me figuré.
Deseé permanecer cerca de los que no me olvidarían tan rápidamente. Y para mi sorpresa, mi propio deseo me llevó junto a mi madre. Era imposible explicar con qué clase de rapidez me vi ante ella, casi al propio achaque del instante en que mi deseo había nacido en mí.
Así que todo el misterio era ése: la percepción sujeta a la materia y a nuestro cuerpo, eran un engaño del infinito.
Respecto al espacio y al tiempo, también había estado en lo cierto: ¡no existían!
Me situé al costado de mi madre, y opté por sentarme en el borde de su cama: para mi asombro, era posible. La observé durante largo rato y la sentí respirar y dormir plácidamente. Menos mal, pensé, aún no sabía nada. Hacía bien en apagar el móvil por las noches. Regresé junto a mi cadáver en una milésima de instante. Ya no comprendía lo que había sido el tiempo. Se me había olvidado por completo.
La muerte; así podría describirla, era como haber visto una película, la que fue la vida, desde una cómoda butaca. Y en realidad era consciente de que siempre había estado allí, que mi vida entera era una película proyectada desde mí misma. Yo había sido su creadora. Sabía a tientas que así era.
Y si la vida era como haber estado en el cine, también imaginé que se estaba perdiendo el tiempo absurdamente si “aquello”, lo que se denominaba “vivir”, no se hacía por diversión. Yo siempre que había acudido al cine lo había hecho por este motivo, cualquier otro era absurdo. Comprendía ahora también este concepto.
En realidad no habían existido las penumbras interiores. Nada de lo que nos había preocupado era real. Solamente nosotros mismos lo éramos, y no necesariamente con un cuerpo de añadido. El sufrimiento tampoco era cierto, ni los errores, ni tan siquiera los logros. Únicamente eran ciertos el humor y el amor, la alegría y las grandezas del alma. Aquí continuaban y aquí siempre se habían escondido. Ya les tocaría a los demás saberlo, pensé sonriendo.
Y en apenas unos segundos terrestres de mi eternidad, había ya adquirido una profunda conciencia de mi condición de muerta. Miré el mundo, el transcurso de ese tiempo –que así se definía a sí mismo, tenso y decidido– en la modorra de la convalecencia.
Sabedora de la inexistencia espacial y temporal, como lo era tras mi muerte, ordené a mi voluntad emplazarme a algunas de las situaciones vividas tiempo atrás. Tan pronto lo deseé, me hallé en la situación recordada: aquello resultaba como estar rebobinando una cinta de vídeo, conservada en el cosmos.
Así que también estaba asimilando que cada parte infinitesimal, cada suspiro, cada movimiento realizado y cada palabra pronunciada en vida, habían quedado registrados por una grabadora que osaba utilizar el infinito, Dios.
Regresé, sencillamente deseándolo, a uno de mis mejores momentos: me vi rodeada de niñas, hallándome en el centro de un círculo que habían formado en torno a mí. Mientras yo reía a carcajadas dando vueltas sobre mí misma, ellas cantaban una canción, mencionando las estrellas y los planetas. Estábamos jugando a mi juego favorito, del cual me hice inventora: jugábamos a ser el sol, la luna y las estrellas.
Me sentía feliz. Nos hallábamos en el centro del patio del convento de las monjas Clarisas, donde había ingresado a muy temprana edad.
Reconocí a algunas de las monjas, que tanto amor y cariño me habían prodigado.
Osé atravesar algunas otras situaciones prodigiosas de mi vida pasada. ¡Era tan fácil llegar allí, completamente sumergida en el euforizante estupor de saberme eterna!
Comprendí que tan sólo aquellas cosas vividas con el amor y la alegría eran las que verdaderamente habían importado. Diversifiqué que las restantes situaciones donde había atravesado instantes angustiosos, sufridos y martirizados, no habían existido realmente. Todo aquello quedaba apocadamente impreso sobre la pantalla de una película en proyección: la vida terrestre.
Mi soledad posterior, atravesada al final de mi vida, transcurrida entre un millón de soledades, había servido para encontrarme conmigo misma. Había sido muy afortunada. Gracias a aquello lo comprendí también.

Todo eso había constituido un gran aprendizaje, que me hizo comprender el verdadero valor del amor y de la felicidad.
Me acordé de una frase que solía decir en vida para justificar mis heridas: no se era consciente de la luz sin haber conocido antes la oscuridad.
Todo el conocimiento, todos los secretos de Dios y del Universo, parecían llegar a mí en oleadas a través del éter.
Volví del mundo anterior, transportada por el propio infinito, ordenado y preciso en sí mismo y opté por permanecer en los confines de la Nada, donde tan sólo deseaba una única cosa: encontrarme con mi padre.
Él había muerto de un modo muy oscuro, seis meses antes de mi propio fallecimiento. Mi vida ya no me había parecido lo mismo sin él. Sentía que no era capaz de superar aquella pérdida.
Ahora –pensé, en el lado opuesto de la vida– tenía que disponer de algún método para estar nuevamente junto a mi padre y comencé a concentrarme obstinada en su presencia. De pronto, entre aquel pantano de brumas que totalizaba el paisaje de la Nada, apareció entre el magma de las sombras su entera presencia. La Nada comenzó a diluirse sin dejar rastro, llenándolo todo con su ser.
Su aura me envolvió aferrada y luminosa. Ahora le sentía. Le olía. ¡Le veía!
Era él: mi querido padre, Franz. Su presencia se me presentaba infinitamente dulce, amorosa y liviana. Me envolvía cual luz indefinible y sin nombre. Debíamos de estar juntos en el cielo, calculé.
–Claudia, noch musst Du nicht hier sein. Weisst Du das? (Claudia, no te toca estar aquí, ¿lo sabes?) –Me musitó en alemán y con su tono de voz habitual.
–Ich glaube ich habe keine andere Wahl (Creo que no tengo opción) –repuse, mientras nuestras palabras pensadas a voluntad palpitaban al son del infinito.
–Debes volver, hija. ¡Vuelve y escribe y no dejes de hacerlo! Testifica lo que has visto por aquí. Habla del amor y de la alegría, insiste en tus escritos sobre su importancia. ¡Estámpales a tus lectores la esperanza en el alma! ¡Vuelve y hazlo así como te pido! Estoy muy orgulloso de ti, hija. Te quiero. Infinitamente, te quiero…
Los reflejos del éter brincaban en torno nuestro y comencé a sentir el manso flujo de su amor, que ardía en mis adentros sin límite ni agoto, diluido en lágrimas de una inagotable alegría, carcajeadas por el universo.
–Pero antes de irte, hija, ven conmigo. Veremos juntos como habría transcurrido tu entierro de haber tenido lugar. ¡Y quiero que te fijes en los pensamientos de los presentes! No hará falta que te diga cómo hacerlo. Es innato aquí para todos.
Enredada y envuelta en la protectora presencia paterna, floté junto a él sobre una iglesia y observé mi funeral. Un ataúd blanco atesoraba mi cuerpo magullado. Mi madre habría tenido que escogerlo, musité; sabía lo que el blanco significaba para mí.
–Fíjate, Claudia, que muchos de los que han venido no hubieran querido hacerlo. Observa y presta atención, porque cuando vuelvas sabrás qué intenciones albergan sobre ti en sus corazones. Observa a tu jefe, por ejemplo: está como ausente, repasando los gastos y déficit del pasado mes.
–Bueno, no me esperaba otra cosa –añadí.
–¿Quieres gastarle una buena broma y de paso poner en práctica tu poder cenestésico, aquí adquirido? Vas a hacer que desaparezca su agenda del bolsillo, reliquia indispensable para él.
Nos reímos mediante sonoras carcajadas que golpeaban los ecos del cosmos, los dos al mismo tiempo, ante semejante ocurrencia.
No podía dejar de señalar lo mucho que me divertía hallándome muerta.

–¡Ahora hija, concéntrate y penetra desde aquí en el luminoso misterio del movimiento; para insuflar las inertes esferas de la materia en tu percepción! ¡Hazlo despacio! 
Envarada y a la vez excitada, comencé a perder la conciencia en mí misma y arranqué un ligero temblor a la agenda en el interior de la chaqueta de mi jefe.
–¡Que no se de cuenta, Claudia, es indispensable si no el milagro se interrumpirá!
Hinqué mi voluntad en el alma y en el hueso de aquel objeto moviendo su esfera, hasta desprenderla. Advertí su forma, su peso y sus dimensiones. Me adentré en sus mismos átomos y finalmente logré moverla por el aire, haciéndola levitar. Sentí la pura tensión atómica de aquella sustancia, centré en aquel gesto todo mi empeño.
Enardecida y furiosa por haber presenciado la magnitud de la indiferencia de mi jefe ante mi muerte, hice aparecer la agenda sobre el suelo polvoriento de una pequeña población africana, a unos veinte mil kilómetros de distancia. Detenida y abierta, despertó la curiosidad de unos niños retozones, que la hojearon con asombro y curiosidad. No podía parar de reír, un tanto pasmada por mi éxito.
–Ahora hija, vuelve a tu vida. Haré que no olvides nada. Te estaré esperando aquí hasta que llegue tu hora –manifestó solemne mi padre.
Su frase, pronunciada con la voz imperiosa de un Adiós, resonaba en un ápice de reciedumbre fingida, que aún retumbó en mis oídos cuando desperté de sopetón en mi cama.
Lánguida, me froté los ojos y encendí la luz de mi habitación. El reloj marcaba las cinco de la madrugada. Solamente había estado soñando, más todo lo que percibí en aquel sueño, había quedado inscrito en mi mente para siempre.
En realidad, una buena parte de lo soñado había ocurrido realmente la noche anterior. Con la diferencia de que no me habían llegado a disparar: había conseguido escabullirme por la puerta.

Abrí el último cajón de mi mesita de noche y saqué mi cuaderno de “apuntes nocturnos” –como lo suelo llamar– y comencé a anotar detalladamente aquel sueño, que concluí con una última frase, envuelta en una extraña e indecible añoranza:
“Con la mirada nublada y el corazón liviano, puedo decir que siento en mí la infinita nostalgia por volver de nuevo a aquella hermosa estancia; aquel umbral de la misma Nada, confín flamante de amor. Lo más bello que jamás presencié: mi muerte.”


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