Crónica de un escritor frustrado

No todo lo que muerde, necesariamente es un lobo, al igual que no todos los que escriben, necesariamente son escritores.

A mí entender, había dos clases de éstos últimos en el mundo: los que poseían el don de la palabra y los que escribían por poseer el don de las vivencias. Juan fue de los primeros.

Estos escritores a su vez se dividían en los que hablaban y en los que tan sólo se limitaban a escuchar.

Juan, en este caso, fue de los últimos.

Había ido sobrellevando su afasia con una especie de talante humilde, que exteriorizaba con gestos de cabizbajeza. Juan llevaba siglos en el rostro. Siglos recios, rígidos y pacientes. Balanceaba una carga de plomo sobre sus hombros, a cada paso una nueva, distinta pero antigua.

Juan se había propuesto alegremente pasar el resto de su vida en silencio. A su vez, fue terco como una mula y no obstante, su disciplina le había dado buenos resultados a la hora de escribir. Cuando alguna idea había ido aflorando en su mente, corría hacia su portátil y dejaba volar, como algo obvio y rutinario, sus gruesos dedos sobre el teclado, concienzudo y parsimonioso.

Sus horas habían corrido presurosas sin quien las atrapase para sí, tan vacías, tan inalcanzables. Ni su agobiado y cansado reloj de pared se dignaba en discutir la impaciencia de su tiempo. Hacía mucho que Juan dejó de contar sus horas.

Nuestro hombre hablaba con frecuencia consigo mismo y tarareaba entre dientes, mientras escribía.

Al haberlo observado - cabría decir -, me sobrevenía una tristeza tremenda, demasiado a menudo.

Mi veredicto fue inequívoco: cuando se era un genio, no bastaba con serlo, había que demostrárselo al mundo; pero ésa nunca había sido la intención de nuestro Juan. Y así le había resultado: nadie se interesaba por sus escritos. Supe que Juan nunca escucharía como resultado de sus esfuerzos un halago, no sentiría jamás los aplausos al fondo de una sala, ningún cheque que premiara sus palabras, ni estrecharía sus manos en un cálido apretón tras una cumplida misión de vocablos. Cuando terminaba una obra no oía nada (a excepción de sus pensamientos), tan sólo el silencio de sus raciocinios resbalando interminables por el hueco de su mente, que poco antes estuvo repleta de locuciones.

Pero, como ya dije antes, Juan podía llegar a ser muy persistente cuando se proponía de veras escribir algo realmente emocionante.

Y eso, quizás de alguna forma, tentadamente, recompuso mi esperanza de que tal vez algún día llegara a ser alguien.

Por otra parte, el hombre poseía tan mala vista, que no le quedaba más remedio que escribir con la nariz pegada a la pantalla, y debido a esa acción, combinada por los pésimos ojos y los dedos como morcillas, solían juntársele las teclas una y otra vez, tardando horas y horas en concluir sus frases, con el mecanismo de un relojero alicaído, y con la precisión de uno suizo, al tratar de rematar sus obras.

A veces, ni siquiera se tomaba el tiempo para afeitarse, aunque no pasaba de una barba de tres días.

Asimismo, yo detestaba sus periodos melancólicos. Yo mismo había conocido las cien variantes de la depresión, pero al parecer para un escritor, éstas eran mucho más útiles de lo que la gente pensaba: le otorgaban una máxima creatividad.

Durante fases como aquellas, era cuando Juan más escribía; hasta el punto de acostarse con la ropa puesta y orinar en la pica del lavamanos, con tal de no perder el tiempo con las simples rutinas. Incluso dejaba de comer y yo, directamente, le tiraba entonces de la manga: “¡Juan, come algo, tío, por el amor de Dios!”. Pero él me apartaba el brazo y me daba la espalda y seguía tecleando.

A veces, - y era una suerte - a Juan le daba por ojear alguna de esas revistas guarras (a mí también me gustaban, para qué negarlo; a los hombres es lo que nos entretiene, por muy intelectuales que nos guste parecer), recreándose con las coloridas imágenes repletas de beldades desnudas, unas veces a cuarto patas, otras con dos de éstas abiertas, y otras no, porque se hallaban entretenidas con algún sorbido macho, que se les acercaba a cámara detenida sobre aquel papel brillante de imprenta cara, y copulaba con dos de las muchachas, con una detrás de la otra, o bien con ambas juntas. Juan, al verlas, era incapaz de resistirse, y ojear aquellas publicaciones, pareció distraerle de una forma muy sana, además de relajarle notablemente, tras a duras penas haber logrado controlar su excitación. Pensé, que ojalá hubiera podido hacer lo mismo con su cerebro, pero éste continuaba tensado por las cuestiones existenciales, por una melancolía subyacente y por no estar muy seguro de desear realmente su propia existencia. Nuestro hombre prefería detenerse en las escenas sin importancia de la vida, adjudicarles un rango inmerecido, hacerlos brillar con señas e indicios mágicos y empeñarse en ver significados dónde yo solo veo tedio.

Más tarde, Juan abría los ojos en la oscuridad, mientras pensaba en las mujeres de sus revistas. Entonces trataba de frotar sus cavilaciones contra el terciopelo de sus pieles, echando raíces en la obscura calidez de sus hendiduras. Sabía que era un anhelo intensísimo, un calor que le recorría el cuerpo de arriba abajo.

Más de una vez, había estado tentado por pagarle una puta, llevándomelo de juerga, emborrachándolo, para así haberle formulado un nuevo y más saludable mundo que aquel que tenía, para elevarle la moral, (entre otras cosas, que tan sólo se le levantaban desaprovechadas) , y que se hubiera elevado él también, flotando así hacia un nuevo cielo estrellado, ondeante como una oriflama. Deseaba haberle arrancado el sabor amargo como la bilis de la boca, para haberle hecho tragar el dulzor que daban los placeres inmediatos.

Pero sabía que Juan no hubiera aceptado jamás.

Porque - eso si -, yo de haber sido él habría bajado a la calle, habría abordado a la primera joven atractiva con la que me hubiera topado, y con los ojos centellándome sobre una sonrisa sin barbilla, la habría seducido, intimidado, comprado… ¡violado, maldita sea! Pero sabía que él no lo haría, porque a lo único a lo que se dedicaba era a arrastrar sus pies en una agonía ártica, tan inmensa que no lo llevaba hacia ninguna parte, más que al pasado: porque tras la muerte de su mujer, tocar a otra de un modo que no fuera con la imaginación, suponía para él una especie de traición. Seguía aguardándola, como si quizás algún día apareciese diciéndole “Hola, cariño, he estado de viaje, he ido lejos, pero ahora he vuelto”.

Era un pertinaz soñador: cada día un poco más débil, cada día un poco más loco.

Por eso iba por el mundo así; tan solo, sin mujeres. Nada existía para él más allá de un instante, salvo las cosas que retomaba en sus recuerdos.

Aún así, Juan (que no fue “Don” como ahora podréis advertir) era el único verdadero escritor que yo conocí, y he de confesar, que a pesar de su talento, me decepcionaba.

Como ya dije, no llevaba en absoluto las cosas como hubiera debido, y su vida resultaba mucho más solitaria de lo que nadie hubiera imaginado nunca, mucho más de cómo debía ser la vida de un verdadero literato (como yo, en mis sueños), que dedicaría gran parte de su día a día a estar instalado en algún local de moda, sosteniendo diestras charlas con gente ingeniosa y chispeante y que de vez en cuando volvía a casa con una chica de largas y hermosas piernas, a quién pondría de patitas en la calle a la mañana siguiente, para reanudar sus tareas bajo el pretexto: “Lo siento, muñeca, tengo que escribir un libro”.

Sin embargo, nuestro amigo se encerraba en su cuarto durante horas, bebiendo litros y litros de té tipo Assam, en vez de ese ron ingerido por los grandes, como por ejemplo, había sido la costumbre de Hemingway. Y así tecleaba hasta altas horas de la madrugada. Si alguna vez salía solo por ahí, yo ignoraba donde iba, pero jamás regresó con una mujer. Porque lo único que traía de vuelta a casa, era el mismo mutismo con el que había salido por la puerta. Muy pocas veces fueron las que abrió la boca para hablar y entonces tan sólo lo hacía para volver a cerrarla al instante, como una trampa, mordiendo sílabas de su última manifestación, como si se tratase de la cola de algún animal en fuga. Tampoco tenía amigos, ni siquiera de los aburridos, y yo era su única excepción.

Juan me recordaba a un oso, no sé explicaros exactamente por qué.

Me divertía sobremanera verle inclinarse sobre sus tareas, con esos ojos suyos tan grandes y su semblante tan agrio, viendo el mundo únicamente desde dentro de sí.

Sí, Juan tenía sus cosas, cosas que a mí se me antojaban estupendas a pesar de todo, y a pesar de su alma corroída, cariada, y también muy a pesar de que Juan nunca se reía con mis chistes, como había hecho antaño.

Porque yo era su único amigo: el amigo de un gran escritor. Porque eso es lo que fue, por encima de todo, aunque el mundo se negó a advertirle.

Y me dolió tener que verle, ciñéndose a un aire de derrota, a una deprimente capa de polvo existencial, mientras unas enormes bolsas, como moratones, asomaban burlonas bajo sus ojos, robándole toda la simpatía.

Y yo quería a Juan (aunque esté feo emplear esa palabra entre tíos) y debía haber hecho algo por él, ése era mi deber.

Debía haberle hecho cambiar de actitud. Conducirlo como un peregrino hacia la senda del arrepentimiento, con la meta de una nueva vida. Debía haberle salvado de ese descenso asegurado hacia ninguna parte. Correrle las cortinas de sus ventanas con vistas al fin del mundo, y - aunque me pareciera una mariconada - haberle abrazado con todas mis fuerzas.

Porque yo fui conocedor al dedillo de todas sus protuberancias de destructividad, y el pesimismo que ocultaba en los aladares.

Hoy su ausencia se ha tendido sobre mis sentidos como una manta asfixiadora.

Juan ha muerto.

Toda esa vida que había estado llevando encima, como una losa que le inutilizó casi por completo, con excepción de los frutos de su monstruosa imaginación, le había robado las ganas de luchar.

Finalmente, se dejó abrumar por el dolor y el desánimo.

Me han avisado esta mañana. Encontraron a Juan colgado de una soga, que - al igual que esa corbata que se ponía de tanto en tanto sin deshacer jamás el nudo para metérsela directamente por la cabeza - le había estrangulado, pero esta vez en cuestión de minutos. Fui a verle, sí, me atreví a hacerlo y hallé una escena de lo más conmovedora y, a la vez, demoledora.

Sus gritos de desesperación no dejan de resonar en mis oídos como clarines malditos, y con ellos el estruendo de su aflicción hasta liberarse en un salto: ese brinquito tan pequeño desde aquella silla de madera que encontraron al lado de su cadáver.

Así acabó Juan, a la desesperada, agonizante, suspendido en una postura grotesca, ¡muerto! Con las gafas puestas, y los ojos bien abiertos, como escarnio uno no necesita gafas cuando es seguro que ya nada tenías que ver. Con una explosión de dolor en los ojos. De buena gana le hubiera gritado "toma, cuatro ojos, mira claro el camino hacía el infierno".

Y sé que no es buen momento para indicar este pudoroso detalle, pero el muy cabrón estaba completamente empalmado, con su virilidad a flor de piel, como consecuencia de la asfixia. Como una indefensión complementaria. No me arrepiento de desvelar esto: es la rabia, la no aceptación la que me sacude, la que me obliga a resaltar la escena con tintes sexuales, esos que mil veces intenté inocularle para que se desahogara y quedara distendido y relajado, para que estuviera más receptivo hacia los escasos placeres que podrían hacer de él una persona que volviera a creer en su otra realidad: realidad que ocultaba y esquivaba, para resbalar tangencialmente sobre los círculos prohibidos de su podredumbre vital.

¡Juan tío, mira que acabar quitándote de en medio como Hemingway, pero usando balas en forma de soga!

Frío y seco había sido el mundo de Juan y bellas todas sus palabras que no debían morir entre hojas que nadie osará jamás sacar a la luz.

Signos de exclamaciones martillean ahora mi apagado corazón, y estoy llorando en silencio: su única herencia. Derramo lágrimas que, lentas y transparentes, forman mi última despedida.

Todas sus geniales frases seguirán vivas en el mundo, como dromedarios procedentes del desierto, devolviéndonos su imagen.

Del cajón de su mesita de noche, cojí el diario secreto de mi amigo. Por los vidrios de sus ventanales, bostezó la mañana, un amanecer condenado y plomizo mientras comencé a leer: (No me fue posible comprobar, en cuanto a contenido de realidad, los sucesos mentales que refirieron los pensamientos escritos por Juan. A modo de ensayo, hubo querido recoger todas sus expresiones para representar sobre el papel todos sus procesos hondamente cavilados…)

“Cuando el alma se ha desecado perdida en el desierto de los amores que supo subrepticios, cuando la boca seca en la mañana, el revestimiento del deletéreo vino en los labios, te señalan la resaca que esta por venir o ya es parte de ti, cuando intentas lavarte el ánimo y en esa ablución se producen arcadas de asco, indicando que has traicionado a tú conciencia, cuando quieras servirte un trago más de ponzoña y sientas que te apesta la voluntad, notes el cosquilleo de la muerte galopando por tu corazón al acercarte el vaso, solo ahí habrás retomado parte del buen camino, el camino que te alejó de ti mismo.

¡Convéncete que naciste para morir, y que mejor que morir con el alma llena de mierda, - en la eterna y feliz locura de autoengaño-, donde todos somos amigos y amados o pretendemos serlo y en un chistar de dedos pasamos a ser enemigos, mejor morir con el alma llena de ausencias y con la angusta llevada a cuestas como una cruz!

¡Convéncete que vivniste a vivir en el mundo de los hombres para saberte excluido. Que todo hogar, paz y armonía familiar, así como lo firme y seguro, te será lejano e inaccesible, sin camino alguno para ti que lleven a ello!

¡Convéncete que el mundo tiene muecas cual vomitivo, ordinario y de ojalata, que a través del caos del mundo, emprendido de atravesar el hades, mirarás constántemente a los ojos de la muerte, pidiendo que te abra la puerta, soportando el mal hasta tu fin!

Ea, y en nombre de Dios: hallarás a los hombres en sus maneras y costumbres mentidas.

Por ninguna parte surgirá la compenetración con nadie, ni nadie estará dispuesto ni querrá compartir tu vida. Este será tu atadero.

Cuando te vaya especialmente mal, cuando a la desolación, a la depravación y a tu aislamiento, además se le agreguen las agonías de una pérdida, entonces podrás hablarle a tus dolores: “Esperad, esperad un año más, no más, y seré vuestro dueño”.

Porqué sabrás que tienes la puerta abierta. Entre la vida y tu muerte, la distancia de una decisión. No más. No más.

Mientras la pestilencia del engaño, -a algunos les parecerá perfume-, mantenga a los necios somnolientos; mientras el macabro juego del embuste en otros produzca diversión y los que se sienten libres de hacer lo que quieran y donde los limites les pone sus dormidas conciencias, donde las clases sociales se equiparan y todos se convierten en simples borrachos de la verdad; justo allí faltaré yo de repente, muy de repente, sin que nadie me añore, calladamente.

(Porque siempre adviertí los gusanos en las manzanas aúnque las mordiera.)

Porque la valoración de la muerte, digo, se da gracias a la existencia de la vida que se ha tenido, tal como valoro el amor por haber sido olvidado, tal como valoro la caricia por haber sido exiliado. Mientras las botellas corran sin paranza al son de los engañados, y los ojos del mundo se comiencen a cerrar y todos acaben cada vez mas con sus únicos destinos ciertos, yo ya me habré alejado, sigilosamente, discretamente y si ruido, sin que nadie extrañe mi ausencia, emborrachado de certeza, embriagado de muerte, enmudecidamente.”

Y ésta es la breve historia de mi amigo Juan, el mejor escritor que jamás hubo existido. Quizás su vida tan sólo fuera un conato, pero ahora, las estrellas lagrimean y la noche escupirá su nombre eternamente.

Sub umbra floreo: C.Bürk

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