La verdad más profunda



El sol está a punto de ocultarse tras el mar. Recorro en soledad la arena. Anochece y en el aire me llegan las vidas invisibles de los otros. Llegan a mí para partir. A lo lejos veo a una pareja de enamorados. Amor de principio, pues aun parece que se abrazan, aun parece que se besan. O tal vez estén solo jugando. Están cercanos, eso sí. Las personas llaman Amor al sentimiento del inicio. Todo amor es un extraño milagro que yo advierto pero no podré alcanzar para mí jamás. Lo sé con una rotundidad dañina. ¿Pero cómo prohibirse amar por algo así?

Soy testigo del amor en el mundo y silenciosamente, calladamente, desde mis sombras contribuyo a que las personas se amen, queriéndolas y no se dan ni cuenta, porque solo el sol les acerca mis plegarias, se las lleva en suspenso. Observo a la pareja, soy espectadora de su amor. Noto como el corazón se me enciende al advertir tal milagro. Los ojos se me llenan de algo más que de emoción.

El amor de los otros me habla de eternidades. Y me habla también de mi soledad. Me habla de mi renuncia. De cómo vi llegar al amor para verlo marchar por dónde vino. De cómo aprendí a comprobar lo que hacía la vida –o lo que así llaman los demás, que parece exigir el paso del tiempo−jugando con nosotros, engañándonos al modo de los pájaros que anidan en un lugar distinto de aquel en el que cantan para despistar a sus depredadores. Yo hacía exactamente eso.

La vida te saca palomas de las chisteras antes vacías o te hace desaparecer en ellas una docena de pañuelos que antes ondeaban alegres en tus brisas.

Es la vida la que me ha impuesto llevarme del ronzal. Una casa es el lugar en el cual a uno se le espera. La mía es el lugar donde espero, a ver pasar la vida mirando por las ventanas encortinadas por las censuras. Mi casa son estas líneas que escribo, son las letras que me alientan y que me matan. Poco a poco. Poco a poco.

Si yo viviera, si yo dejara que me quisieran, las palabras se me morirían una a una: árboles, estrellas y familias de papel. Si yo dejara que me cerrasen los ojos confiada, una invisible mano heráldica me tomaría la cara y me la giraría con fuerza al punto por el que aparece lo que acostumbran los otros a llamar destino.

Yo sé de alguien que tiene la convicción de que no avanzará si no la llaman, si no la llevan, si no la alientan a vivir. Fue la vida quién montó las paredes de ese alguien, sus fortificaciones, para que viviera entre ellas. Yo sé de alguien que cada línea que escribe no está signada por sí misma; las garabatean sus secretos. Las signan El Amor que respira hondo para pronunciar un nombre, saboreándolo en la garganta y en la punta de la lengua. El Amor que duró algo más que ella misma. Mientras lo tuvo fue eterna. La renuncia al Amor provoca el encuentro más noble. Lo que nunca sucedió será recordado en su pureza.



Bebí imaginariamente de la copa destinada a otros labios que tropezaron con los míos en su filo. Jugué con el tiempo como con un collar de abalorios, cuyo hilo se rompió y cuyas cuentas se derramaron con un ruido de risas. Mordisqueé la menuda fruta de la felicidad, como quién toma un aperitivo consciente de que no habrá comida. Miré bajo el plenilunio a unos ojos iguales a los míos y sentí el arder que se manifiesta en el calor de la vida, el hálito lejano de alguna brisa en la alcoba en que se ama. Espejismos en el desierto. Gotas de agua sobre la arena abrasada.

Miro mis manos y sé que fueron ellas las encargadas de renunciar a tocar, a abrir puertas, a arrancarme las vendas. Frunzo los labios y sé que fueron ellos los encargados de escapar de los besos que más deseé. Escucho a mí corazón y sé que es él quien me obligó a entregarme: de una vez, cada vez, como si hubiera sido de verdad. Y de verdad ha sido sin ser nunca.

Fueron otros los que me obligaron a beber un largo sorbo de agua limpia. Y me ofrecieron la tentación de conformarme con poco más que la serenidad sin altercados. Me hicieron avanzar por la inercia de lo ya conocido. “¿Para qué más?”, me preguntaron a penas rozando el Amor. Si, casi todo me lo opusieron al Amor. Me hicieron descender de mi monte Tabor a la planicie de los días iguales. ¿Y eso quiere decir que el Amor concluyó? Bien conoce Dios la respuesta. ¿Cuánto tiene que ver El Amor con la felicidad? ¿Y con la desdicha? ¿O quizás está en relación directa con la tensión de la vida en sí misma, de la que es el más hermoso de los suburbios?

La renuncia se ha escrito en mis ojos. Uno se propone seguir viviendo y lo consigue. Desenamorarse, no. Por mucho esfuerzo que se haga. Es fácil engañarse: uno se cree libre de las garras de los sentimientos y no es verdad, no será jamás verdad. Tan cierto como que se le hace la guerra al Amor, se le ponen trabas, se facilita su derrota. Porque no es el odio lo antagónico del Amor: es el miedo.

Porque el enamoramiento es una llamada al abandono. Una ordenanza a abrazar todo lo temido. Un desalojo de las salas acorazadas. Un abrirse a un mundo insólito; te invita a vivir en otra vida. Te hace despertar del letargo, de la droga que te hace conformarte con muy poco. Te enternece los sentidos. Te enfrenta a las aparentes seguridades, los esquemas y sus coordenadas. El enamorado es un vaso medio lleno que aspira a llenarse del todo. Pero debe conseguirlo con el líquido de otro vaso que apareció junto a él, pudiendo ser un espejismo tan solo. Por tanto debería vaciarse hasta la última gota. ¡Y qué temor a tal vacío! A ese momento en que, después de volcarse entero, no sienta aun la plenitud que debería proporcionarle el otro líquido. El juego se juega a ciegas. No hay otra forma de jugar. Con toda la fe y toda la esperanza que nunca se tuvieron, con el abandono de toda la prudencia. Si se gana se alcanzará la gloria del mundo: un mismo paso, la diaria e interminable tarea del Amor, su dorada batalla entre aliados. Pero los amantes no nacieron gemelos. Cada uno tuvo una infancia. Una espera. Un trayecto para conocerse. Y también un trayecto para distanciarse, porque la muerte acecha con mayor eficacia que el Amor.

Ahora veo a la pareja de cerca, se cruzan en mi camino.¡ Son tan solo dos niños que confundí con dos amantes! Culpa de mi miopía. No importa. Yo los vi a lo lejos. Y ahora, de cerca, les veo mirarse, fijamente, sin poderlo evitar. Sonríen a hurtadillas. Yo también sonrío, pero con tristeza infinita y les señalo con un dedo invisible: el lugar en dónde está el mayor tesoro de mi mundo. Tan cerca y tan, tan lejos.

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