El héroe
La
ayuda sobrenatural, o eso que algunos “no entienden” como natural, y llaman entonces “sobrenatural”; asiste, siempre y en todos los casos a los
héroes.
En la
tierra, desde la noche de los tiempos, hubo y habrá muchos héroes distintos.
Hombres y mujeres de pronombre que nacían predestinados. Algunos de entre
ellos, llevaban a cabo grandes hazañas para la humanidad, luchas o logros.
Otros convertían el mundo con sus ideas e inventos. Y había también otra clase
de adalides que aceptaban mucho antes de nacer, en un pacto sagrado,
convertirse en héroes mediante alguna renuncia. La gente en el mundo los
reconocía a todos como distintos, mientras esos insignes en cuestión veían
distinta a las gentes. Sólo se nacía héroe ésa vez. Siempre y cuando durante
las otras muchas veces que se hubo nacido y muerto, uno se había elevado a sí
mismo mediante los muchos sufrimientos y trabas. Y esos calificativos en
cuestión no eran otra cosa que perlas, jabones que lavaban las almas, pero que
no obstante en nuestro mundo eran vistos como malos e indeseados.
El
protagonista de ésta historia, Víctor, era un alma muy lavada por las multiples
y distintas vidas que hubo vivido en diferentes lugares y cuerpos. Así que
aceptó, de muy buen grado, antes de venir en el tiempo en que transcurre lo
narrado, llegar a éste mundo cómo ese héroe que renuncia a algo importante. De
modo que le tocaría vivir en esta vida actual careciendo a voluntad de sus
piernas y parte de su cuerpo.
Como
también es natural, pero nadie recuerda por éstos lares, Víctor no recordó en absoluto
su pacto con las altas esferas tras nacer, ni al crecer como un niño muy
despierto, imaginativo y sanísimo. Nuestro protagonista creció viendo todo
aquello que los hombres llamaban “diferencias” entre ellos mismos. Y quiso
creer que era absurdo que los hombres establecieran disonancias entre ellos,
porque Víctor, en su infantil mirada todavía pudo ver a todos los seres,
hombres y animales, iguales.
El
estaba siendo un niño muy querido. Cada día solía salir largos ratos a pasear
en bicicleta. Una actividad que le llenaba y le dejaba imaginar al son de los
parajes pasando ante sus ojos, como cortinas de colores. Su madre tras el alba,
al despedirse del chico, lo apretaba largamente contra su corazón, como si le
costara desprenderse de él, como si intuyera que por alguna razón debía
retenerle. Víctor, que oía palpitar el corazón de su madre, aquel corazón
–noble como él de una gran reina- la
tranquilizaba diciéndole
−No
temas, mamá, antes de que se haga de noche estaré de vuelta, en casa.
Sin
embargo, esas salidas a dos ruedas se alargaban cada vez más. Víctor devoraba
los kilómetros como se devoraban las chucherías esas, que de largas que eran,
hacían que te atragantaras.
Llegaban los
domingos, la música, las misas y las niñas vestidas con sus faldas buenas. Pero
nuestro protagonista prefería también ese día y todos los días, correr, más que
pasear despacio, con su bicicleta de
color de plata.
Víctor
no podía parar. Necesitaba engullir más y más kilómetros y luego consolaba sus
agujetas con grandes vasos de limonada y
azúcar, no se hiciera tarde para otra salida en bici. Desaparecían con la
velocidad las rejas de las ventanas, las jaulas de los pájaros, las casas que
contenían a las gentes. La libertad tenía olor a viento y sabor a mosquitos en
la boca.
Marchaba Víctor a burlar cotos,
cercos y barrotes.
Víctor
que no era amigo de festejos, ni alborotos, ni gentes, ni domingos. Solía llegar
eufórico a casa tras retar cinco kilómetros más a la suma de otros tantos, y
entonces se colgaba de un árbol y estiraba los brazos a la tierra, crecido a la
inversa mientras se le subía la sangre a la cabeza y lo veía todo rojo. Saltaba
después a tierra y era feliz, cómo lo eran esos muchachos ansiosos de la gloria
sin conciencia del peligro.
-¡Tienes
que cenar! –Avisaba su madre. Por toda
respuesta, el muchacho abortó el conato de aquella frase con una sacudida de
manos. Dicho desnudamente, Víctor prefería vivir, a perder el tiempo comiendo.
Su madre no sabía si enfadarse o reír en un contento ataque de complicidad.
¡Cómo disfrutaba al ver a su hijo tan despierto!
De
pronto un día –lo recordaba nuestro futuro héroe como si ahora fuera- todo tuvo
que cambiar para siempre.
En la
vida, cualquier angustioso callejón podía deparar la salida hacía otra parte
jamás imaginada, por vivir, por ir e experimentar desde el mayor desafío, desde
el desastre más horrendo a la más suertuda de las fortunas. Pero Víctor y su familia, desde el fatídico
día que me permitiré relatar a continuación estaban lejos de comprender
aquello, como es natural. A años de entender que el mal siempre ocurre como
señuelo del bien posterior. Que no había mal que por el bien no fuera sustituido.
Y que todas las cosas, por mucho que se les llamara “desgracias” ocurrían en el
mundo siempre con un propósito bueno. Aunque eso no podía apreciarse ni de
inmediato ni de cerca desde aquí abajo, en el mundo.
El día
de la tragedia, Víctor contaba con veinte años de edad; había salido con la
bicicleta a hora temprana de la mañana, hallándose aun muy cerca de su casa. Le
dio miedo, de pronto, algo que él no supo identificar. La bici comenzó a
tambalearse tras una curva y sin llegar a caerse al suelo, fue envestida por un
gran furgón blanco entre estruendos y crujidos más graves que las carracas de
la semana santa zamorana. Un conato de dolor intenso atravesó la columna de
Víctor, que había caído al centro de la carretera. Luego cerró los ojos y nos
los abrió hasta muchas horas más tarde.
-¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? –Víctor desafió sus intuiciones al
preguntarle aquello a sus padres, a sus hermanos, que estaban todos con él en
aquella sala blanca.
-Estamos contigo. –Dijo su madre, cerrando la puerta. Luego agarró de
nuevo la mano del chico que había dejado caer despacio. Pero Víctor no podía
sentir aquellas manos, ni la suya ni la de su madre.
-La vida no es justa. –Dijo las palabras con lágrimas en los ojos, queriéndolas
reprimir con esfuerzos titánicos, dirigiéndolas hacía el progenitor de Víctor.
-No –añadió el otro.
-¿Y eso
ahora qué importa? –Dijo la hermana del chico en un tono poco convincente.
Víctor
se intentó incorporar pero tan sólo su cabeza y su cuello parecían obedecerle.
Contempló el resto de su cuerpo cuan largo era, seguían allí todos los miembros
que lo componían, pero no los sintió, no sintió nada, ningún dolor, ni un leve
hormigueo ni tan siquiera. Y entonces no tardó en comprender. De muy buena gana
hubiera querido morir entonces. Todo menos enfrentarse a la terrible realidad. Una
realidad que quiso entrar en su razón como la mismísima tormenta, tal era el
ímpetu de su llamada.
Reprimió
entonces todas las lágrimas, vertiéndolas hacía dentro. Buscó algo qué decir,
que no pareciera sórdido ni inapropiado, pero finalmente lo único que logró
hacer era sonreírle a todos. Con la mirada fija en la ventana dónde un gorrión
avanzaba dando saltitos, siguió sonriendo y luego habló:
-Será
cuestión de centrarme en lo que pueda hacer a partir de ahora y no hacerlo en
lo que ya no pueda hacer… -Víctor los miró a todos, de hito en hito, esperando
respuestas. Deseaba llorar como un niño pero optó por seguir sonriendo. Porque
debía. Se lo debía a ellos.
Pasaron
los meses, las lunas y los años, las desgracias y las alegrías, tiempos de
rudeza, de murrias, de risas y de rutina. El tiempo es el que pasaba. El que
huía sin remedio, mientras parecía dejarlo todo igual: las piernas y el torso
sin ser sentidos. Sin picores, sin temblores, sin cosquilleo alguno. Nada. ¡Nada!
Ah, el
destino, ¡qué zafío! ¿Que se había pensado el muy canalla? ¿Por qué razón se
vertía furioso sobre los menos culpables, los más preparados, los muy valerosos,
los muy hechos para el mundo? Cualquiera podía verlo así, el asunto, si miraban
a Víctor en su silla de ruedas, moviendo únicamente las manos como podía, con
esfuerzos.
En
todas las ambiciones se hallaba vida, movimiento, razón e impulso. Sin embargo,
ninguna de ellas adquirían la real importancia, sino cuando eran ambiciones nacidas
de las adversidades. Y es que Víctor no se había dejado caer en aquella silla
por gusto, ni contra ni con su voluntad. ¡Ni mucho más lejos! Nuestro
protagonista fue cultivándose desde ella, desde el primer día de su desgracia o
suerte, como el agudo lector entenderá más tarde, con exquisita aquiescencia. Y
así comenzó a conocerse a sí mismo. Intensamente, desde su quietud, desde la
postración de las horas quietas, negras, lánguidas. Amar así todo lo que podía
llegar a ser, desde esa condición.
Es por
eso mismo, que escribo éste relato. Porque Víctor, desde su silenciosa e
inmóvil belleza fue despertando en mí el acuciante anhelo de hablar de su
condición como ejemplo. Porque yo también era un poco como Víctor, sin ser una
héroe cómo a él le había tocado serlo, también había venido al mundo con una
renuncia. Yo también estaba siendo como él era; también en mí aleteaba un
impulso de honda vida y de ansía profunda que me hacía buscarme a mí misma,
lejos de la comprensión y el amor que jamás fueron ni habrían de ser para mí en
ésta vida. De esa vida a la que me refiero, muy pocos sabían: me la callaba.
Toda. Todas las heridas. Había sido novelesca. Un drama, pero maravilloso. Con
salidas y luz. Pero en renuncia a todo lo cotidiano que daban las familias, los
niños, los amores. Y esa era mi silla de ruedas particular, mi singular jaula.
Trampolín para la vida a su vez…
Pero
éste relato no me tiene a mí de protagonista, así que retomando lo que a Víctor
se refería, cabe decir que él era la plena realización de mi ideal y reunía en
sí las perfecciones que había imaginado para ese ser humano, que pudiera
llamarse a sí mismo realmente hombre.
Se dice,
que los peces al agua pertenecen, las vacas a los prados, las cabras al monte.
La sentencia es bien cierta si es bien cierto también que el hombre, ese que
osa convertirse en un hombre, lejos de su parte animal, se pertenece a sí
mismo. Se debe a su intelecto y a su imaginación. En cuanto sea capaz de
convertirse desde ello.
Las muchas
par de vueltas de Víctor por las regiones de su espíritu y su llamada a la
plenitud podrían muy bien compararse con la travesía de un afanado viajero, con
la diferencia de que a Víctor no le costó ningún dinero su conversión, ni
esfuerzo, ni desplazamientos, ni demás
demases.
La imaginación
encendía miles de luces en la cabeza de Víctor, a mil años de luz también de
todos aquellos otros, que, aun sabiendo andar, correr y nadar morían a diario
en el vano intento de ponerle marcos al cielo. Nuestro protagonista, debido a
sus singulares circunstancias estaba consiguiendo que la quietud hiciera
posible la contemplación de lo ignorado por simple, por banal. Hacía posible la
contemplación de nubes y estrellas y descubrir en ellas lo nunca observado,
obteniendo la dicha inmensa de levantar en un gesto único la cabeza para
implorar al Eterno.
Todas
las páginas impresas en los libros, ¡qué poco sabían de todo aquello! Eran las
intuiciones que Víctor trató de confirmar en algunos de esos libros, las que
hacían que los cerraba sonriente. Entonces volvía a mirar arriba, abajo, al
alto cielo, al hondo abismo de las cosas, sabiendo que en todos aquellos
matices se hallaba la voz de Dios.
La
observación llegó a darle alas tan grandes, que nuestro protagonista olvidaba
la silla y sus ruedas tan poco redondas a su parecer, sus piernas paradas, su
torso quedo, para vivir únicamente desde dentro de sí mismo hasta convertirse en
Tiziano, de tanto pintar, pese a no tener las manos del todo ágiles. Como aquél
que corre con un peso en la espalda para ser más veloz que nadie, una vez
desprendido el lastre.
¡Oh!
¡Aquellas nubes! ¡Aquellas estrellas! ¿Qué había, desde éste mundo, más hermoso
que ellas? Eran blandas y tranquilas las estrellas, como recién nacidos. Pautas
del eterno divagar de la mente.
También Víctor era una estrella, una nube más,
atravesando raudo el horizonte de la vida. Suspenso entre tiempo y eternidad,
con tiempo para las maneras verdaderas. ¿Y qué más hermoso que el grillar de
los escorpiones cebolleros que todos en su bendita ignorancia confundían con
grillos?
Habitaba
en la desgracia de Víctor algo noble y generoso, un mucho de un algo triunfante;
el descubrir la verdad desde el corazón con fogosa hondura. Las estrellas, las
nubes y los escorpiones cebolleros se lo contaban todo a nuestro protagonista y
él escuchaba, silencioso; la complaciente sonrisa siempre ladeada sobre los
labios, repleto de fervor, transido en ese éxtasis que sólo brinda la
imaginación. Aquel era su íntimo triunfo. La Victoria. Victoria. ¡Víctor! El
que vence. Y Víctor triunfó componiendo las más bellas melodías. Pintó cuadros
a los que Tiziano hubiera tenido mucho que envidiar. Aprendió idiomas. Cumbres
elegidas por encima de todas las montañas visibles para los otros. No había
obstáculo. Libertad. Libertad…
En fin,
que antes faltaba el sol en la mañana que oír a Víctor lamentarse. Al igual que
livianas plumas, las manos de Víctor avanzaban sobre los lienzos y las
partiduras, atendiendo con toda su alma las instrucciones que los crudos
reversos de la vida mostraban a sus asistentes.
-Un día
volveré a caminar. A correr con la bici. A pintar con las manos sueltas. Para
ése día me entreno; será llegar al último peldaño de la escalera y que un día,
solo ese día, me separará de ésta silla y del mundo –Víctor me lo dijo con
convicción. Porque la esperanza es la mayor de las certezas y ella todo lo hace
posible. Yo no podía más que asistir. Darle la razón. Una nueva vida le
esperaría a la salida del su gran ensayo. Tal vez entonces llegaría el momento
de descubrir lo que los demás, esos a los que, por ahora, todavía no les había
tocado ser héroes, ignoraban de la vida.
-El
placer de vivir consiste en que no sé qué espero que me suceda. Cómo nada debe
suceder, sólo puede suceder algo –Víctor al hablar chorreaba personalidad y
sabiduría-. Shht –me dijo -. ¡Te conozco! Espía de las cerraduras,
coleccionista de palabras y recortes de periódico, buscadora de los
reconocedores de lo auténtico, como esos que espían hacía arriba desde las
alcantarillas en los días de mucho viento, cada tantas palabras invisibles.
¡Y vaya
si me conocía! ¡Y vaya si se conocía!
***
Veinte
años más tarde de los veinte años posteriores, se cumplió el significado de
todas nuestras esperanzas, las de Víctor y las mías: llamaron a Víctor desde
Estados Unidos. Ya era posible recomponer ese nervio situada en la octava vértebra.
Hubo muchos antes que Víctor que ahora corrían y saltaban, tras años de quietud
absoluta.
Cuando
nuestro hombre regresó a casa, sus padres ya muy ancianos, sus hermanos y
sobrinos, toda la familia, lo estaban esperando. Desde la ondulada distancia
Víctor oyó a su madre gritar de alegría, como una mujer quieta en una costa
opuesta. Así que no dudó en correr hacía ella, abrazarla, envolver a todos con
sus ya ágiles brazos; repartir todos los besos que en todos esos años se había
reservado para ese momento. ¡Y estaba sucediendo! Todos lloraron, pero de
alegría –en el oficio de gastar muchos pañuelos de papel-.
Y yo que por aquel
entonces ya estaba muerta, lo vi todo desde arriba. Desde esas, las mismas
nubes, las mismas estrellas y desde los sonidos de los escorpiones cebolleros
que habían sido testigos tantos y tantos años de nuestra esperanza. Yo, la
amiga incondicional, pude por fin ver al héroe coronado. Preparado. Dispuesto.
En
aquella afanada alegría hacían tanto ruido como para despertar a cualquier
muerta. ¡Y vaya si estaba yo despierta! ¡Qué maravilloso comienzo!
¿Dije
algo?
No
podían escucharlo. Y tampoco importaba. Víctor miró un poco serio, un único
segundo medido por el reloj de la pared, en la dirección desde dónde yo les
miraba, después desvió su mirar a otra parte. La sobrina de Víctor se echó el
chal que ceñía su cuello a un lado, y sin advertirme, me rozó con él en la
punta de la nariz. ¡Y sentí cosquillas como estando viva de nuevo!
Entonces
sumamente divertida, hice rodar dos céntimos de su monedero por el suelo. Los
empujé con tal ímpetu que ambos peniques rodaban en perfecta armonía, uno al
lado del otro.
-¡Qué
extraño! –comentó Víctor, carraspeando. Luego me miró directamente, como si me
viera. Entonces le guiñé un ojo.
¡La
payasa de siempre!
Para mi
pasmo, me devolvió el guiño, largo, deliberado, con repentina, renovada alegría,
deformándole ésta toda la cara en una graciosísima mueca que hizo que los ojos
le chispearan como luciérnagas en una noche de verano.
-Sé que
estás ahí –me dijo, de pie, con su metro setenta y ocho de altura, ahora bien
desplegado. Luego moldeó el aire con sus manos y yo cerré los ojos.
¡Tocada!
-Un
buen comienzo –susurré. Y sí. Los milagros existían. También los avances
científicos, si prefiere llamarse así. Pero la ayuda sobrenatural, o eso que
algunos “no entienden” como natural, y llaman entonces “sobrenatural”; asiste, siempre, siempre; en todos los casos a
los verdaderos héroes.
Dedicado con todo mi corazón a V. B.
Sub umbra floreo: c.bürk
“De modo que le tocaría vivir en esta vida actual careciendo a voluntad de sus piernas y parte de su cuerpo.”
ResponderEliminarEsto, te recomiendo que lo quites, que el punto final del párrafo sea en “renuncia a algo importante.”, para que el lector vaya de sorpresa en sorpresa, como en un paseo de bicicleta. El relato tiene esa posibilidad, pero si se revela lo primero, ya lo otro como que no tiene sabor; si vas enseñando las cosas poco a poco, resulta asombroso y a la vez, apabullantemente lógico.