La existencialista que fingía no serlo.

La lluvia y el frío estaban entumeciendo su alma hasta privarla de emoción alguna. La vida estaba desfilando con infinita crueldad, tornándose hiel y tormento y todo era preferible a seguir soportando las infamas dudas. Sintió su propia mirada – expresión robada- rota a martillazos. Escuchó el eco vacío de un gélido silencio, que con sus ausencias ahogaba todos los entornos. Sintió caerse de rodillas, mientras la llama parpadeante de una vela taladraba sus recuerdos, quemándola por dentro. Observó a las sombras alargarse a su alrededor cual extensión de un averno.
Se incorporé bramando, llena de una rabia sorda y echó a andar. Sin rumbo, ajena a cualquier cosa, lejos de todo, sin un soplo de esperanza, prendido de abandono, su destino se había cansado de barajar las cartas y le susurraba cansado con aliento de tragedia, elevándose al rango de la estupidez.

Ella  ya no era más que un hueco personaje que escondía toda su verdad en las fauces de la ficción.
Ahora sabía que resultaría imposible sobrevivir a un estado creciente de realidad. ¿Su vida? ¿¡La de todos?! ¡Era un hecho molecular – simple biología –!
Ya se había condenado a sí misma a ser un animal moral completamente abandonado en el universo. Su propia inteligencia se limitaba en sí, mientras respondía equivocada a todas sus preguntas, generadas en su impotencia, como mera defensa (respuesta emocional) ante la nada absoluta que ella negaba admitir.

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