El mensaje de Lázaro
El mensaje de Lázaro
QUID PRO QUO…
"Una cosa por otra…",
" Yo por ti y tú por mí...”
No podía dormir. No era algo que soliera ocurrirme con demasiada frecuencia, pero esa noche me hallaba inquieta y sudorosa dando vueltas en la cama, desconociendo el motivo de mi rabiosa agitación. De pronto, escuché un fuerte golpe contra el cristal de mi ventana que hizo que me incorporara de sopetón.
Algo había impactado furiosamente contra el ventanal de mi habitación y mi mente se estancó entre un blanco absoluto, no pudiendo imaginar la causa de semejante colisión en medio de la noche. Si se hubiera tratado del impacto de una piedra el sonido habría provocado un estruendo mucho más agudo, pensé; al menos algo más rasguñado.
Vencida por la curiosidad, salté de mi catre y descalza me emplacé delante del intrigante ventanal para saciar mi naturaleza de por sí siempre veedora. A primera vista, sólo me percaté de las macetas, que contenían unas plantas demasiado marchitas para resultar decorosas, lo que me hizo recordar que debía regarlas más a menudo si no quería verlas definitivamente muertas.
Luego la vi. Se hallaba inerte entre los geranios, prácticamente igual de mustia, con las alas a medio extender y la cabecita colgando por el borde de la maceta. Lacia y quebrada. Tenía el pico semiabierto y cuando extendí mi mano para cogerla, vi que el borde de su piquito estaba oscurecido por una gota de sangre. Se trataba de una paloma completamente blanca, como solían serlo – así creía yo – algunas palomas cautivas, cuyo privilegio era la exclusión del mestizaje entre semejantes y el garante de su blancura.
Sus finos párpados seguramente se habrían cerrado para siempre, pensé, tras chocar de aquel modo sañudo contra el cristal. Me sobrecogí al concienciarme de esa posibilidad y, por un instante, lo único que deseé en este mundo era que esa criatura inerte y albina mantuviera un halo de vida encerrado en su corazón. Había volado hasta mi casa, colisionado contra mi ventanal y habían sido mis manos las que la habían recogido. Eso me obligaba a devolverle su vigor, su energía, su vitalidad y su merecida y útil vida, aunque yo ya no pudiera volver a conciliar el sueño en toda la noche. Y la verdad es que tampoco me importaba.
Traté desesperadamente de mantener su calor. Conecté una pequeña estufa eléctrica al enchufe de la pared y me arrodillé en el suelo con el ave entre mis manos, proyectándole aquella corriente de vida en forma de aire cálido.
Con un nuevo destino, que yo le iba a deparar, podría volver a volar: feliz de ser paloma para, así finalmente, migrar hacia el lugar que, seguramente, habría tenido en mente antes de chocar contra mi cristal.
Aunque ese pensamiento me hizo cuestionar la razón por la que se habría desviado de su vuelo para acabar desorientada. ¿Habría sido debido a la oscuridad? ¿Cómo es que había volado de noche si normalmente las palomas son aves diurnas que de noche colocan sus cabecitas entre las alas y sucumben en brazos de Morfeo?
Era bastante misterioso, admití reflexiva. Y sentí que se me heló la piel, a pesar de recibir los chorros directos de aire caliente sobre mi cuerpo procedentes de la estufa.
Era una paloma aparentemente normal, aunque lo dudaba a esas alturas.
Me quedé largo tiempo mirándola y acariciándola.
En el fondo yo no deseaba otra cosa que imaginar que aquello hubiera sido un acontecimiento cifrado, una paloma mensajera tal vez, con un fin magnánimo.
Durante los momentos críticos de mi vida siempre se me disparataba la imaginación, tenía que admitirlo. Y mi vida en esos instantes estaba siendo demasiado solitaria y rutinaria. Penosa y triste; si, también eran para mí válidos esos calificativos con tal de acertar a definir esa clase de vida a la que me estaba rindiendo, carente de todo tipo de matices extraordinarios. Lo percibía realmente así.
Si me concienciaba de esa realidad, conseguía no sentirme culpable por imaginar versiones peliculeras de las cosas. Así que me dejé llevar por mi fantasía, mientras iba infiltrándole a la desahuciada ave pequeñas gotas de agua por el pico con mi dedo índice. Había hecho lo mismo anteriormente en mi infancia, curando en la granja de mis abuelos a las gallinas medio moribundas. Sabía que daba buenos resultados obligarles a beber.
¿Y si esa paloma tenía un mensaje?
¿Un recado para alguien a vida o a muerte? ¿Algo de suma y absoluta importancia? ¡Tenía que ponerse bien, tenía que vivir!
Era mi misión hacer que reviviera entre mis manos, ¡como fuera!
Un leve meneo producido por su minúscula lengua, que se había comenzado a mover en el interior de su pico, me sacudió eufórica de mis pensamientos. ¡Sí, la estaba resucitando! Estaba consiguiendo arrebatársela a la muerte. Había luchado contra las guadañas y las sombras. ¡Y finalmente la había salvado!
Se me ocurrió ponerle un nombre: ¡Lázaro! O Lázara, en caso de que fuera hembra.
Seguidamente noté una corriente eléctrica recorrer la dimensión de mi mano, cuando el animal, de pronto, comenzó a abrir sus alas para batirlas nerviosas, llenas de vida y alma: quería volar. ¡Síííí!
Corrí desapacible e inquieta a abrir la ventana. Lázaro estaba recorriendo el techo de mi habitación en busca de una salida. De repente, descendió y se posó sobre mi hombro, acercó su cabecita hacia mi rostro, cual gesto cariñoso y de agradecimiento por haberle salvado – me afané por interpretar –, antes de salir volando definitivamente por mi ventana. Se me mezclaban sentimientos de alegría y de pena en el interior. Ya no iba a volver, supuse.
Me dispuse a cerrar el ventanuco cuando, para mi sorpresa, me llegó un destello de entre los geranios donde había encontrado a mi Lázaro. Me acerqué y vi un pequeño rollo dorado. El corazón me latía con fuerza, disparándome la capacidad de imaginar cualquier cosa. Emocionada desenrollé con sumo cuidado el papel dorado. Parecía un pergamino de oro – más tarde supe que lo era – y comencé a leer unas palabras que no conseguían sacarme de mi asombro:
“Pronto te conoceré.
Te quiero desde siempre.
Miguel.”
Al poco tiempo tuve un grave accidente de coche. Juro que justo unos instantes antes de que llegara la ambulancia para socorrerme, la vi. Avisté de nuevo a Lázaro, mi paloma mensajera. Me sobrevoló y se posó sobre mi hombro, del mismo modo como aquella noche, antes de salir volando por la ventana. Luego cerré los ojos y cuando los volví a abrir, un simpático médico me sonreía desde mi quietud:
– Hola. ¿Cómo te encuentras? Vaya, estuvimos a punto de perderte.
Algo intuí de eso. Tenía dolores por todo el cuerpo y no era capaz de mover ni un sólo dedo.
– Por cierto, estaré cuidando de ti hasta tu recuperación. Mi nombre es Miguel. Miguel Paredes.
De todo eso hace ya dos años. Miguel y yo nos casamos hace uno. Miguel jura no tener nada que ver con ninguna paloma mensajera.
Un día de estos le explicaré esta historia.
¿Vosotros qué opináis? No sé si debo...
A veces Lázaro se mete en mis sueños. Escucho sus alas batir, formando un sonido que parece dibujar unas palabras latinas.
Como si escuchara “Quid Pro Quo”.
QUID PRO QUO…
"Una cosa por otra…",
" Yo por ti y tú por mí...”
No podía dormir. No era algo que soliera ocurrirme con demasiada frecuencia, pero esa noche me hallaba inquieta y sudorosa dando vueltas en la cama, desconociendo el motivo de mi rabiosa agitación. De pronto, escuché un fuerte golpe contra el cristal de mi ventana que hizo que me incorporara de sopetón.
Algo había impactado furiosamente contra el ventanal de mi habitación y mi mente se estancó entre un blanco absoluto, no pudiendo imaginar la causa de semejante colisión en medio de la noche. Si se hubiera tratado del impacto de una piedra el sonido habría provocado un estruendo mucho más agudo, pensé; al menos algo más rasguñado.
Vencida por la curiosidad, salté de mi catre y descalza me emplacé delante del intrigante ventanal para saciar mi naturaleza de por sí siempre veedora. A primera vista, sólo me percaté de las macetas, que contenían unas plantas demasiado marchitas para resultar decorosas, lo que me hizo recordar que debía regarlas más a menudo si no quería verlas definitivamente muertas.
Luego la vi. Se hallaba inerte entre los geranios, prácticamente igual de mustia, con las alas a medio extender y la cabecita colgando por el borde de la maceta. Lacia y quebrada. Tenía el pico semiabierto y cuando extendí mi mano para cogerla, vi que el borde de su piquito estaba oscurecido por una gota de sangre. Se trataba de una paloma completamente blanca, como solían serlo – así creía yo – algunas palomas cautivas, cuyo privilegio era la exclusión del mestizaje entre semejantes y el garante de su blancura.
Sus finos párpados seguramente se habrían cerrado para siempre, pensé, tras chocar de aquel modo sañudo contra el cristal. Me sobrecogí al concienciarme de esa posibilidad y, por un instante, lo único que deseé en este mundo era que esa criatura inerte y albina mantuviera un halo de vida encerrado en su corazón. Había volado hasta mi casa, colisionado contra mi ventanal y habían sido mis manos las que la habían recogido. Eso me obligaba a devolverle su vigor, su energía, su vitalidad y su merecida y útil vida, aunque yo ya no pudiera volver a conciliar el sueño en toda la noche. Y la verdad es que tampoco me importaba.
Traté desesperadamente de mantener su calor. Conecté una pequeña estufa eléctrica al enchufe de la pared y me arrodillé en el suelo con el ave entre mis manos, proyectándole aquella corriente de vida en forma de aire cálido.
Con un nuevo destino, que yo le iba a deparar, podría volver a volar: feliz de ser paloma para, así finalmente, migrar hacia el lugar que, seguramente, habría tenido en mente antes de chocar contra mi cristal.
Aunque ese pensamiento me hizo cuestionar la razón por la que se habría desviado de su vuelo para acabar desorientada. ¿Habría sido debido a la oscuridad? ¿Cómo es que había volado de noche si normalmente las palomas son aves diurnas que de noche colocan sus cabecitas entre las alas y sucumben en brazos de Morfeo?
Era bastante misterioso, admití reflexiva. Y sentí que se me heló la piel, a pesar de recibir los chorros directos de aire caliente sobre mi cuerpo procedentes de la estufa.
Era una paloma aparentemente normal, aunque lo dudaba a esas alturas.
Me quedé largo tiempo mirándola y acariciándola.
En el fondo yo no deseaba otra cosa que imaginar que aquello hubiera sido un acontecimiento cifrado, una paloma mensajera tal vez, con un fin magnánimo.
Durante los momentos críticos de mi vida siempre se me disparataba la imaginación, tenía que admitirlo. Y mi vida en esos instantes estaba siendo demasiado solitaria y rutinaria. Penosa y triste; si, también eran para mí válidos esos calificativos con tal de acertar a definir esa clase de vida a la que me estaba rindiendo, carente de todo tipo de matices extraordinarios. Lo percibía realmente así.
Si me concienciaba de esa realidad, conseguía no sentirme culpable por imaginar versiones peliculeras de las cosas. Así que me dejé llevar por mi fantasía, mientras iba infiltrándole a la desahuciada ave pequeñas gotas de agua por el pico con mi dedo índice. Había hecho lo mismo anteriormente en mi infancia, curando en la granja de mis abuelos a las gallinas medio moribundas. Sabía que daba buenos resultados obligarles a beber.
¿Y si esa paloma tenía un mensaje?
¿Un recado para alguien a vida o a muerte? ¿Algo de suma y absoluta importancia? ¡Tenía que ponerse bien, tenía que vivir!
Era mi misión hacer que reviviera entre mis manos, ¡como fuera!
Un leve meneo producido por su minúscula lengua, que se había comenzado a mover en el interior de su pico, me sacudió eufórica de mis pensamientos. ¡Sí, la estaba resucitando! Estaba consiguiendo arrebatársela a la muerte. Había luchado contra las guadañas y las sombras. ¡Y finalmente la había salvado!
Se me ocurrió ponerle un nombre: ¡Lázaro! O Lázara, en caso de que fuera hembra.
Seguidamente noté una corriente eléctrica recorrer la dimensión de mi mano, cuando el animal, de pronto, comenzó a abrir sus alas para batirlas nerviosas, llenas de vida y alma: quería volar. ¡Síííí!
Corrí desapacible e inquieta a abrir la ventana. Lázaro estaba recorriendo el techo de mi habitación en busca de una salida. De repente, descendió y se posó sobre mi hombro, acercó su cabecita hacia mi rostro, cual gesto cariñoso y de agradecimiento por haberle salvado – me afané por interpretar –, antes de salir volando definitivamente por mi ventana. Se me mezclaban sentimientos de alegría y de pena en el interior. Ya no iba a volver, supuse.
Me dispuse a cerrar el ventanuco cuando, para mi sorpresa, me llegó un destello de entre los geranios donde había encontrado a mi Lázaro. Me acerqué y vi un pequeño rollo dorado. El corazón me latía con fuerza, disparándome la capacidad de imaginar cualquier cosa. Emocionada desenrollé con sumo cuidado el papel dorado. Parecía un pergamino de oro – más tarde supe que lo era – y comencé a leer unas palabras que no conseguían sacarme de mi asombro:
“Pronto te conoceré.
Te quiero desde siempre.
Miguel.”
Al poco tiempo tuve un grave accidente de coche. Juro que justo unos instantes antes de que llegara la ambulancia para socorrerme, la vi. Avisté de nuevo a Lázaro, mi paloma mensajera. Me sobrevoló y se posó sobre mi hombro, del mismo modo como aquella noche, antes de salir volando por la ventana. Luego cerré los ojos y cuando los volví a abrir, un simpático médico me sonreía desde mi quietud:
– Hola. ¿Cómo te encuentras? Vaya, estuvimos a punto de perderte.
Algo intuí de eso. Tenía dolores por todo el cuerpo y no era capaz de mover ni un sólo dedo.
– Por cierto, estaré cuidando de ti hasta tu recuperación. Mi nombre es Miguel. Miguel Paredes.
De todo eso hace ya dos años. Miguel y yo nos casamos hace uno. Miguel jura no tener nada que ver con ninguna paloma mensajera.
Un día de estos le explicaré esta historia.
¿Vosotros qué opináis? No sé si debo...
A veces Lázaro se mete en mis sueños. Escucho sus alas batir, formando un sonido que parece dibujar unas palabras latinas.
Como si escuchara “Quid Pro Quo”.
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