El hombre privilegiado





Para ser grande, sé entero: nada
tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa.
Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas,
por eso la luna brilla toda
en cada lago, porque alta vive.
Fernando Pessoa

El carácter del hombre es su destino.
Heráclito

“Martínez es un tío privilegiado”. Aquella frase se estaba pronunciando a mi alrededor sin saber a cuento de qué venía. Formaba parte de la amena conversación entre unos operarios que se habían reunido a pocos metros de mí, para contarse sus tertulias y anécdotas y estos adquirían entre sí la completa connivencia cuando les tocaba el turno a las pequeñas críticas, mientras que los hombres almorzaban, zampándose unos considerables bocadillos de jamón y de chorizo, sin prestar demasiada atención a sus relojes.

Y yo, que no tenía nada que hacer más que no perderles de vista, debido al protocolo que exigía mi propia labor, me quedé meditando durante un largo rato acerca de aquel enunciado:
Imaginé que Martínez era un tipo con “niveau”, con caché, poseedor de ciertas ventajas solventes, un tío con suerte, un hombre con buena reputación, tal vez. Eso supuse. ¿O lo suponían ellos? Para todo el mundo eso eran privilegios evidentes.
Ser un individuo aventajado, opulento, distinguido, diferenciado, reconocido, destacado y qué sé yo cuántos sinónimos más, se me ocurrían para definir más o menos el término: ser un privilegiado.

¿Para mí qué significaban realmente esos garantes? Mientras me lo estaba preguntando, ya estaba encontrando en mí el significado de aquellos vocablos, el que realmente tenían a mi modo de ver:
Un tío privilegiado, en realidad, no era alguien con suerte o que nadara en la abundancia, ¡no señor!: para mí era alguien capaz, porque creía que lo era. No llega a perder la perspectiva en un intento de ser. ¡Es! Alguien que era aquello que creía ser, que era lo que decía ser. Un hombre humilde, un inteligente observador de sí mismo. ¡Era eso, sin duda! Alguien capaz de “mirar” sus propias reacciones, su sentir y su pesar, su errar y hasta sus más ocultados gazapos y que era consciente al cien por cien que ninguna de esas condiciones o circunstancias podía cambiar ni un sólo ápice de su valentía, viabilidad o capacidad.

¡Un tipo valioso, tanto, como él mismo se estipulara!
Que vale lo que decide valer: no se compara con nadie porque sabe que siempre hay alguien que le supera, pero que no significa para él que éste sea superior. Es humilde, pues se valora por lo que es y por lo que ya tiene; sabe perdonarse sus propios errores y dedica toda su capacidad y tiempo a ser él mismo, plenamente y de la mejor forma posible; a lo que ya es por sí mismo y lo demás le trae sin cuidado.

Privilegiado: aquél que comprende que los problemas, temores, desasosiegos y los instantes dificultosos, no dependen tan sólo de las circunstancias o de la mala suerte que le ha tocado vivir, sino de la actitud que él mismo adopta ante tales sucesos y hechos.

¡Sale bien parado aunque los acontecimientos sucedan de modo contrario a lo que espera!
Comprende que no hay mejor médico para todos sus males, que la ilusión y la esperanza.
Optimiza su vida, se muestra curioso y sensible, valora apasionado las ideas y proyectos de sus semejantes.
Al cambiar sus pensamientos, reorienta su destino.
Las diversidades conviven plácidamente con su individualidad.
Tampoco pierde la perspectiva buscando ser más rico, más admirado, querido o idolatrado. ¡No centra su atención en agrandar lo prosaico!
Lo heroico es, para él, agradecer las pequeñas cosas.

Sabe que él mismo es luz y sombra, grandeza y miseria. Asume su debilidad, sus vergüenzas y sus infortunios. Su vida es un viaje: hacia sí mismo. Él es un pasajero de la vida, con un destino definido y preciso: su paz interior a través del autoconocimiento.
Un viaje divertido, su vida, que realiza ligero de equipaje, mientras que por el trayecto que va recorriendo ama, abraza, sonríe, perdona, ¡se entrega! Y se da a sus semejantes.
Se convierte en lo que desea ser, lo que ya es, y no pierde su energía en modificarse sino en conocerse y comprenderse mejor.

¡Se percata de que el ruiseñor no canta porque está contento sino que está contento porque canta!

Sabe darse a todos aquellos que cruzan su camino, sin distinción. ¡En “dar” está su recompensa!
Sabe que nadie es superior al otro. Pero entiende que el gran problema del malvado es que es tonto de remate, pues se priva a sí mismo de la mayor de las felicidades: la entrega.
¡Y si en algo fuera superior un hombre a otro, tan sólo lo sería en su bondad!

El hombre privilegiado siempre acaba aprendiendo de la adversidad. Sabe que es un privilegiado por haber vivido una vida llena de dificultades.
¡Ante las dificultades, sale a la luz su virtud!
Toma caminos atrevidos en medio de sus desgracias; con serenidad, ecuanimidad y confianza en sí, en aquello “que es”, “lo que está”, llamándolo Dios o ley divina pues sabe que existe una armonía cósmica se somete valiente a la vida.
Comprende también que, en realidad, se mueve sobre un gran escenario: la vida. Y en todo momento interpreta (¿si?) una obra teatral: a veces cómica, otras trágica, pero siempre está actuando con el único fin de aprenderse y conocerse, sopesando sus reflejos y reacciones.

No hay nada seguro bajo el sol: eso lo sabe un hombre privilegiado muy bien, y convive en paz con la incertidumbre e inseguridad que genera la vida como natural consecuencia de la aventura que representa; no tomando nada demasiado en serio.

Todo es como es: la vida, las personas y el mundo.
Ni se estresa ese hombre, ni se agota por controlar las cosas: ¡Se entrega a ellas! Sabe que todo va bien. Todo es como debe ser. Todo está bien, desde siempre.

Sabe que el hombre es Dios por el pensamiento y corre en pos de buscar las maravillas que encierra lo cotidiano, lo que a veces llamamos incluso lo vulgar.
Todo, así entiende; es cuestión de aprender, de ver a través de la pupila del alma. Ve en la vida el mejor regalo posible, el más extraordinario, desde luego.

Sabe que él es tan bueno, como lo mejor que él ha llegado a hacer en su vida.

Vive para los demás para así vivir para sí.
Impregna su mirada de amor, siempre de amor.
De paz, empatía y perdón. Usa gafas de reflexión y de sosiego.
Hace aquello que teme, sin dilación ni duda.
Es el “Pigmalión” de sí mismo, creándose constantemente de nuevo, mediante la propia aceptación.

¡Quiere y se deja querer!
No teme disfrutar, ni reír, ni divertirse demasiado. Es feliz porque desea serlo, porque es consciente de que lo está siendo.

¿El fracaso? ¡No existe realmente, sólo en la mente de los que se consideran fracasados!
El suyo: una nueva oportunidad, una valoración peyorativa de sí mismo.

El privilegiado, en definitiva, es el que vive plenamente su vida como el regalo que es y deja vivir a los demás la suya.

Pensé todo aquello, ante esa palabra: PRIVILEGIO.

Pensé si es que Martínez era así.

Sonreí.
Probablemente no era del todo así y Martínez sería un tipo que conducía un gran deportivo colorado, que jugaba con el elevalunas eléctrico mientras amainaba la velocidad para que le vieran en esa buena compañía femenina que había sabido escoger, debido a sus refinados gustos.
Seguramente Martínez era un tío con una cuenta bancaria en Suiza y que jamás tenía problemas para llegar a fin de mes.

Lo supuse, viniendo de la locución pronunciada por aquellos hombres humildes y trabajadores, que veían, seguramente, en aquella clase de índoles todas las virtudes vitales “in summum”.

¡Todavía tuve que sonreír más!

Sus bocadillos ya habían desaparecido en sus agrietadas manos para adentrarse en sus estómagos, proporcionándoles la energía necesaria para terminar aquel trabajo que se les avecinaba durante la jornada.

Me conciencié entonces, de lo mucho que quería a esas gentes, a todas las gentes: por lo que eran, representaban y pensaban; y es tan valioso como el resto de opiniones ajenas.

También comencé a divertirme en mis adentros: ¡Qué suerte tenía yo también! Qué suerte poder realizar aquel trabajo que me permitía llevar un disfraz que, aparentemente, evocaba distancia, autoridad, desprecio a veces y otras, desvalorización. ¡Y lo poco que había de eso en mi corazón!

Qué poco de ese gran amor que sentía por las personas dejaba verse a trasluz de mi antifaz... pero de qué modo me permitía éste, la observación.
¡Cómo disfrutaba actuando y jugando! Nunca quería dejar de hacerlo, pensé.

Tantas reflexiones me habían abierto el apetito a mí también y dejé de darle vueltas al tema para comerme un par de tersas y sanas manzanas.

Comentarios

  1. Me ha encantado este relato. Al leerlo, te vas dando cuenta, cúantas cosas supérfluas cobran un gran significado para el ser humano. Cúanto es capaz de engañarse a sí mismo, sintiendo como privilegios, cosas efímeras y materiales; mientras que lo que verdaderamente es un privilegio, (SER) y ser consciente de ello, queda relegado u oculto, bajo esas inmensas cataratas del Alma.


    Isabel

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  2. Esto no es un relato, Claudia, no es un cuento, me ha llegado muy dentro, me ha hecho sentir casi vértigo, porque has descrito con exactitud todo aquello que me hubiera gustado alcanzar en mi sendero. Yo me consideraba afortunado simplemente por ser capaz de disfrutar de ciertas cosas que para otros no existen, pero nos has mostrado un camino mucho más amplio, y aunque el listón es alto, creo que con tus palabras puedes llegar a ser la pértiga de muchas personas.
    Gracias Claudia.

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  3. ¡Muchas gracias por vuestros comentarios, Isa, Roberto! Los leo siempre con mucha atención. No sabía todavía cómo contestaros por aquí, pues la página me la administran y ni idea. Es un honor, un gran regalo, tneros entre mis amigos. Despertar y saber que vaís a estar presentes. Gracias a los dos por existir...

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